Andrea Zhok (Facebook del autor), 30 de Diciembre de 2025

En cada momento histórico hay muchas causas dignas, algunas urgentes, pero una causa crucial, una razón imperiosa para movilizarse.
En la época y el lugar en que nos ha tocado vivir, este motivo crucial e imperioso debe ser el rechazo a la guerra.
Rechazar la guerra es algo mucho más complejo y estructurado que un pacifismo genérico, que un «estado de ánimo» irénico. Puede haber muchas formas de guerra, a veces incluso hay guerras necesarias, pero en el contexto en el que vivimos, evocar la guerra es un acto gratuito y motivado por razones cuidadosamente disimuladas, en realidad un acto criminal.
La actual estrategia insistente que fomenta un estado de guerra en Europa no tiene, obviamente, nada que ver con la realidad de una necesidad defensiva. Esto se demuestra tanto por el hecho de que la amenaza de una guerra de conquista rusa de Europa es una tontería fuera de lugar, como por la forma en que se gestionan las supuestas necesidades defensivas.
Que Rusia no tiene ni el interés ni la capacidad de conquistar Europa es una obviedad para cualquiera que no se haya lavado el cerebro (o siga leyendo la prensa del régimen): Rusia, con sus 17 millones de km², es más de cuatro veces mayor que la UE, pero solo tiene 145 millones de habitantes, un tercio de los habitantes de la UE. El principal problema histórico de Rusia es mantener unido su imperio con una población relativamente pequeña, y no sobreextenderse adquiriendo nuevas tierras habitadas por poblaciones hostiles. Además, es el país con mayor dotación de recursos naturales del mundo, por lo que suponer que va en busca de nuevos recursos es ridículo.
La forma de plantear la supuesta estrategia defensiva europea es además claramente absurda desde el punto de vista técnico, ya que no parte de un análisis de los escenarios de guerra plausibles y de las necesidades específicas que deben satisfacerse en el plano tecnológico y militar, sino de un presupuesto. Lo que preocupa a los gobiernos europeos es, de hecho, determinar cuánto dinero pueden sacar de los bolsillos de sus ciudadanos, y no cuáles son las necesidades defensivas específicas de su país.
Pero cuando se habla de guerra hoy en día, hay que comprender bien cómo se estratifica el impulso bélico. Este opera en tres niveles distintos, que pueden presentarse conjuntamente o por separado.
1) El primer nivel es el que se propone retóricamente como primario. Consiste en representar al enemigo como un peligro inminente y en fomentar una disposición belicosa en la ciudadanía. No pasa un solo día sin que los periódicos de toda Europa aporten su piadosa contribución a la histeria belicista. El mecanismo mental es conocido y se persigue sin reparos; saben que, al repetir las mismas narrativas manipuladoras, estas aumentan gradualmente su plausibilidad psicológica en sectores cada vez más amplios de la población. Es necesario presentar continuamente acontecimientos ordinarios como amenazas extraordinarias, insinuar en la población la duda de que ya están siendo sutilmente atacados por el enemigo y dar pasos cada vez más decididos hacia una preparación material para la guerra. En la era de la guerra híbrida y tecnológica, es fácil aprovechar la opacidad de los sistemas en los que vivimos para insinuar la sospecha de que un apagón o un fallo informático son obra del enemigo, y que todo ello requiere «respuestas» adecuadas (o ataques preventivos).
No es seguro que las clases dirigentes europeas deseen realmente la guerra, pero este mecanismo combinado de preparación y provocación tiende espontáneamente a la escalada y, si no se detiene a tiempo, está destinado inevitablemente a desembocar en un conflicto armado directo.
2) El segundo nivel lo constituye la función de vigilancia y control de la población que impone el clima bélico. Este es uno de los aspectos más agradables y fascinantes para quienes detentan el poder, ya que elimina los adornos del Estado de derecho sin que parezca que dicha eliminación se produce. El ejecutivo subordina al legislativo y al judicial en nombre de la «razón de Estado» y, en nombre del «bien supremo» de la seguridad pública, abre el camino a toda arbitrariedad. Los recientes casos de Jacques Baud y Nathalie Yamb son solo la punta del iceberg. El sueño húmedo del poder de todos los tiempos, es decir, un poder ejercido sin límites y sin responsabilidades, se vuelve finalmente plausible.
3) El tercer nivel es el original y el que permite que todos los demás se instauren. Cuando se habla de «razón de Estado», obviamente el «Estado» en cuestión ya no es la «res publica», sino la «res privata». Lo que mueve al aparato estatal neoliberal a invocar la «razón de Estado» no son motivos —discutibles, pero dignos— como la gloria patria o el bienestar colectivo, sino la respuesta a los lobbies económicos del momento. Así como una pandemia es el momento adecuado para entregar la agenda política a los lobbies farmacéuticos, del mismo modo una guerra en las fronteras de Europa es una oportunidad de oro para entregar la agenda política a los lobbies de la industria bélica.
Estos tres niveles, con sus respectivos horizontes, socavan de raíz toda forma de vida para los ciudadanos europeos. Como mínimo, se consigue reconvertir el gasto público en contratos privados, transformar los servicios hospitalarios, las pensiones y la educación pública en activos económicos para los oligarcas de las finanzas occidentales. En segundo lugar, se estabiliza el poder dentro de un círculo que se perpetúa a sí mismo, que vigila, censura y sanciona de forma arbitraria, garantizando así que no pueda ser desafiado por ningún contrapoder. En perspectiva, prepara el terreno para un conflicto sobre el terreno, un conflicto que los oligarcas de las finanzas desean que sea circunscrito y controlado, pero que, como ya ha ocurrido en el pasado, una vez iniciado, nadie es realmente capaz de circunscribir y controlar.
Hoy en día, para todos los ciudadanos italianos y europeos, oponerse de todas las formas legalmente posibles al actual impulso belicista es una obligación moral, una exigencia incuestionable, un valor no negociable.
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