Atilio Boron (Blog del Autor), 22 de Diciembre de 2025

Hubo un tiempo en que parecía posible. Lula en Brasil, Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela, Evo en Bolivia, Correa en Ecuador, Mujica en Uruguay, Lugo en Paraguay, Zelaya en Honduras. Nuestra América levantaba la cabeza después de décadas de neoliberalismo salvaje. Por primera vez en mucho tiempo, la disputa entre bolivarianismo y monroísmo parecía inclinarse hacia el sur.
El ciclo progresista logró cosas concretas: sacó millones de personas de la pobreza, recuperó empresas estratégicas, desafió al FMI, fortaleció organismos regionales como UNASUR y CELAC, redistribuyó riqueza, amplió derechos. No fue poco. Fueron victorias arrancadas a un sistema que no perdona la insubordinación.
Pero también hubo límites. Límites estructurales que no se quisieron —o no se pudieron— romper. La mayoría de esos gobiernos mantuvieron intacta la estructura productiva : seguimos siendo exportadores de materias primas, dependientes del precio de los commodities, sin industrialización real, sin soberanía tecnológica. Redistribuyeron renta, sí, pero no transformaron el modo de producción.
Y cuando vino la crisis de precios internacionales, cuando cayó el precio de la soja y el petróleo, la debilidad estructural quedó expuesta. Ahí fue cuando el imperialismo recargado lanzó su contraofensiva: golpes blandos, lawfare, fake news, movilización de sectores medios urbanos, uso del poder judicial como ariete político.
Brasil cayó primero, con un golpe institucional (fraudulento) que depuso a Dilma Rousseff. Después Argentina, Uruguay. Bolivia. Ecuador. En pocos años, el mapa político latinoamericano dio un vuelco brutal. La restauración neoliberal fue devastadora: desmantelamiento de políticas sociales, ajustes brutales, entrega de recursos naturales, represión a movimientos populares, persecución judicial a líderes.
El debate que nunca terminamos de dar es el que planteó Rosa Luxemburgo hace un siglo: ¿reformismo o revolución? ¿Alcanza con administrar mejor el capitalismo o hace falta romper con su lógica? Los gobiernos progresistas apostaron a la primera opción. Y cuando el capital concentrado decidió que ya no toleraba ni siquiera esas reformas, arrasó con todo.
Pero el pueblo no se quedó quieto. Chile, Colombia, Perú: las rebeliones populares demostraron que el sujeto histórico sigue vivo, que la dignidad no se negocia, que cuando se llega al fondo de la olla popular, la calle explota.
Y hoy, con nuevos gobiernos progresistas en la región, la pregunta vuelve: ¿vamos a repetir los mismos errores? ¿O esta vez nos animamos a ir más allá, a disputar el poder real, a construir soberanía económica y no solo discursos antiimperialistas?
Porque Nuestra América sigue siendo el campo de batalla entre dos proyectos civilizatorios. Y la historia no perdona a quienes no aprenden de sus derrotas.
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