Mario Broccitto (IL MANIFESTO GLOBAL -Italia-), 22 de Diciembre de 2025
La estrategia de Jara y la Coalición de centro-izquierda, centrada enteramente en la necesidad de “frenar a la extrema derecha” y “ganar para no retroceder” tranquilizando al mismo tiempo a la clase dominante, fue débil desde el principio.

En Chile, todo el mundo lo tiene claro: todo se decidió ya en la primera vuelta del 16 de noviembre, y la segunda vuelta del domingo es poco más que una formalidad. Según las últimas encuestas, José Antonio Kast, el pinochetista (e hijo de un nazi) que no lo oculta, le lleva una ventaja de unos 20 puntos a Jeannette Jara, la comunista que hace todo lo posible por evitar ser vista como tal. La diferencia es tan amplia que la derecha ya celebra la victoria sin la menor preocupación de contar los pollitos antes de que nazcan.
Jara, candidata de Unidad por Chile, no ha escatimado esfuerzos para convencer a los indecisos, y sobre todo a los más de 2,5 millones de votantes (casi el 20% del total) que votaron en primera vuelta por el populista Franco Parisi, quien decidió no respaldar a ninguno de los candidatos. Lo hizo principalmente aprovechando el sentimiento anti-Kast en diversos sectores del país, lanzando ataques, en particular, contra la amenaza a los derechos humanos y sus prometidos recortes presupuestarios de 6.000 millones de dólares en 18 meses.
Durante el acalorado debate presidencial del 3 de diciembre, se observó que Kast no respondió a la pregunta de Jara sobre qué programas se verían afectados por estos recortes. Le resultó más fácil concentrarse en amenazar con deportar a los 336.000 migrantes irregulares que residen en Chile —a menos que abandonen el país voluntariamente antes de su toma de posesión— y en proponer una reforma constitucional para despojar de la nacionalidad chilena a sus hijos nacidos en el país.
Sin embargo, la estrategia de Jara, centrada por completo en la necesidad de «frenar a la extrema derecha» y «ganar para no retroceder», a la vez que tranquilizaba a la clase dominante, fue débil desde el principio. Tampoco le benefició su reunión con el embajador de Estados Unidos en Chile, Brandon Judd. Judd había sido noticia por afirmar abiertamente a mediados de noviembre, apenas 11 días después de asumir el cargo, que era «más fácil trabajar» con un gobierno ideológicamente alineado con la administración Trump (sin mencionar un gobierno que tendría mucho que ofrecer a Estados Unidos, empezando por el litio, del que el país es notoriamente rico), al tiempo que expresaba su «decepción» por las críticas de Boric a las políticas ambientales de Trump.
La única oportunidad de Jara habría sido presentar una propuesta de transformación real, capaz de reavivar la esperanza que surgió con el estallido social de hace seis años y que quedó sofocada por los cuatro años posteriores del gobierno de Boric. Aquella administración fue una reedición profundamente decepcionante del pacto de gobernabilidad —manteniendo el statu quo— forjado por los dos extremos de la misma clase dirigente, manifestado en los 16 años de alternancia en el poder de Bachelet y Piñera. Esto fue antes de la revuelta de 2019 que pretendía desmantelar el modelo económico y político heredado de la dictadura de Pinochet.
Fue gracias a los cientos de miles de ciudadanos que salieron a las calles ante la brutal represión que Gabriel Boric logró conquistar la presidencia, con un mandato firme. Tenía una tarea única y bien definida: convertir las demandas del pueblo en realidad, liquidando de una vez por todas el legado de Pinochet.
Fue una oportunidad única, y Boric la desperdició miserablemente, incapaz de ofrecer otra cosa que una casi completa continuidad económica con el modelo habitual; la misma represión de las protestas sociales (sólo que más selectiva); la criminalización –aún más extensa que antes, si cabe– del pueblo mapuche; y el abandono de cualquier promesa de transformación estructural.
El resultado de este fracaso se traduce en una cifra que lo dice todo: en la primera vuelta, la extrema derecha pinochetista, distribuida en sus tres candidaturas —Kast, Johannes Kaiser y Evelyn Matthei—, obtuvo el 50% de los votos: no solo aseguró la victoria en las elecciones presidenciales, sino que, como destacó uno de los candidatos de centroizquierda, Marco Enríquez-Ominami, reconquistó el imaginario político de Chile. Y lo que es peor, añadió, no lo hizo por méritos propios, sino debido al colapso total del campo reformista; no por ofrecer nuevas soluciones, sino simplemente blandiendo el arma de la instrumentalización del miedo, prometiendo orden, control y mano dura.
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