Gaceta Crítica

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De la juridificación de la política o cómo el mal arquero pinta la diana alrededor de la flecha

Luis Martínez de Velasco (Viento Sur), 7 de Diciembre de 2025

De la juridificación de la política o cómo el mal arquero pinta la diana alrededor de la flecha

Sabemos por Diógenes Laercio que Platón y sus contemporáneos solían utilizar en sus conversaciones la metáfora del mal arquero-aquél que clava la flecha donde le place o le interesa y pinta después la diana alrededor para criticar las habituales prácticas sofistas de justificación a posteriori, ilustrando lo que puede entenderse por ventajismo u oportunismo. Las justificaciones ad hoc han estado siempre y siguen estando a la orden del día. Las complicadas relaciones entre las esferas política y jurídica no son una excepción. Actualmente estamos asistiendo a una ardua polémica en este sentido, ya que la muy deseable independencia judicial parece verse muchas veces en entredicho a su contacto con la penetración subrepticia de las diversas posiciones políticas (dando lugar a una situación que puede compararse al célebre caballo de Troya). Para el autor del presente artículo el problema principal radica en la falta de honradez de los participantes en la escena jurídica.

El juicio recientemente celebrado en el Tribunal Supremo (TS) contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, posee unas determinaciones metodológicas que, leídas al trasluz, permiten hacernos una idea bastante aproximada tanto de los límites de la lógica jurídica como de las deformaciones que dicha lógica imprime a los razonamientos de índole política y, en el límite, moral.

La actual juridificación de la vida política e institucional de una sociedad, es decir, el hecho de que tanto los planteamientos establecidos como las soluciones adoptadas a problemas de naturaleza política y moral responden a criterios exclusivamente jurídicos viene a reflejar dos importantes renuncias y la aparición de un grave problema filosófico de fondo.

En primer lugar, la renuncia a una actitud de reflexión y cuestionamiento de lo existente desde un punto de vista social y político. En efecto, durante largo tiempo el lenguaje jurídico ha recibido el reproche general de constituir un lenguaje opaco y cerrado cuyos límites señalan a una naturaleza sagrada, inmune a cualquier género de duda o de cuestionamiento. La demoledora advertencia de Aristóteles (“¡ay del que se atreva a tocar un solo pelo de un magistrado!”) o el conocido aforismo romano dura lex, sed lex señalan bien a las claras el carácter de absoluta indiscutibilidad de un lenguaje jurídico cuyas raíces teológicas (no en vano el derecho y la religión ostentan las mismas raíces lingüísticas: ius iov respectivamente) rechazan de plano cualquier otra actitud que no sea el acatamiento y la sumisión por parte de la ciudadanía. La posterior desconexión entre las esferas jurídica y teológica no condujo históricamente a la apertura de un proceso de reflexión y cuestionamiento de las leyes y del lenguaje jurídico en general (mediante la constatación, por ejemplo, del doble carácter convencional y funcional del derecho), sino a la reconcentración y adensamiento de la esfera de lo jurídico –aquí cabría distinguir, sin embargo, entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico– dentro de una inmanencia cuyo carácter problemático es escondido bajo un tratamiento dogmáticamente a priori (como, por ejemplo, el que le concede uno de los padres del positivismo jurídico, Hans Kelsen).  Por lo tanto, una vez caídos aquellos fundamentos religiosos que sostenían una cosmovisión teocrática, el derecho viene a encargarse de recoger, por así decir, los fragmentos resultantes de la ruptura de una gran unidad teológico-política, el Sacro Imperio Romano Germánico, sustituyéndolo por una serie de nacionalismos emergentes y por un derecho derivado de las tesis jurídicas fundamentales de Ulpiano y encargado de fundamentar y revitalizar una estructura social uniforme y sumisa (que no es sino la reminiscencia de una sociedad feudal) a base de un discurso dogmático y oscuro cuyas constantes referencias latinas aspiran a revivificar el grave “tono espiritual” de una gran unidad perdida. Naturalmente, la presencia de una esfera jurídica dogmática anula de raíz cualquier posibilidad de superar mediante una reflexión colectiva dialogada y racional, y sobre todo crítica (el ideal de Sócrates), la fragmentación social resultante de la desaparición de una cosmovisión religiosa. Ahí hace su aparición la paradoja: aquello que sujeta y garantiza –o aspira a garantizar– una unidad social compacta y sin fisuras es precisamente lo que impide que tal sociedad ascienda y acceda a niveles de racionalidad superiores alejados del ideal aristotélico de la eutaxia como criterio definidor de una buena sociedad.

Una segunda renuncia, estrechamente ligada a lo que acaba de decir, tiene que ver con la esfera de la política y, concretamente, de la política democrática. La juridificación de la política ha reflejado y sigue reflejando hasta nuestros días un proceso de debilitamiento del proceso democrático de la formación de la voluntad popular en la medida en que ésta, una vez constituida en el espacio político por medio de la elección de dirigentes y de  partidos, viene a ser domesticada y obligadaa constreñirse a fórmulas jurídicas donde lo que desea el ciudadano debe pasar por el filtro abstracto de un dictamen jurídico según el cual sólo se considera democrático, justo y bueno aquello que se ajusta a derecho. Así que, por una parte, ya no queda lugar para la reflexión moral. Y, por otra, se puede hacer todo aquello que no sea ilegal. En este sentido, por ejemplo, frente a las fantasías librecambistas de los Locke, Hume, Say, etc., viene a erigirse el dictamen de Thomas Hobbes. Frente a la congelación del individuo en su mero y ciego egocentrismo de “insaciable máquina de desear” sin posibilidad de levantar cabeza y superar racionalmente su estatuto de “lobo”, el Estado omnipotente, por medio de sus dos principales armas, el Ejército y la judicatura, es el encargado de vigilar, controlar y castigar todos aquellos desmanes que pueden esperarse de una “sociedad avispero” como la formada por individuos situados unos frente a otros como rivales presos de una interminable contradicción. La ley como rienda y bozal del capricho de los individuos.

Pasemos al terreno de las posibles soluciones. El grave problema que arrastra una noción absolutamente capital como la noción de honradez (en torno a la cual va a girar el contenido del presente artículo) tiene que ver con que su acceso exclusivamente fenomenológico, introspectivo, la sitúa en un terreno a priori, como un presupuesto independiente de los hechos e incluso inexorablemente enfrentado a ellos (por ejemplo, en la inextinguible contraposición entre Yo y No-Yo de Fichte).En este sentido, la tesis que defenderemos aquí vendría a sonar así: una gran parte de los problemas de la juridificación de la política proviene de la falta de honradez de los participantes en cualquier situación donde prevalecen elementos jurídicos. Un buen ejemplo de esto podemos encontrarlo en el esperpéntico juicio celebrado contra el Fiscal General del Estado a lo largo del mes de noviembre de 2025. Veamos por qué.

La honradez, noción difícil y escurridiza donde las haya 1, no sólo ostenta la necesidad subjetiva de aquello que se ha de encontrar al final de cualquier análisis introspectivo del sujeto (en el amplio sentido coloquial de quien dice “no hay excusas, en el fondo de tu corazón sabes que esto no es bueno, que estás haciendo mal”). También refleja la fuerza pragmática de aquello que resulta necesario poseer (o, al menos, suponer que se posee) a la hora de establecer unas relaciones humanas, digamos, decentes. En este sentido, puede llegar a afirmarse que sin un mínimo de honradez, la vida humana resulta imposible. Pero entonces surge inmediatamente la pregunta de cómo es posible la convivencia en la actual sociedad capitalista teniendo en cuenta que la honradez ha perdido incluso toda su capacidad de evocación en las relaciones entre un ser humano y otro. ¿Puede el mero interés representar la fuerza motriz de una sociedad mínimamente fiable? ¿Qué permanece en pie en un entramado social invadido por el cinismo y la desconfianza? Y es precisamente aquí y precisamente en estos términos donde surgen el derecho actual y su absoluta necesidad de ser creído o, en última instancia, acatado por los individuos. Los elementos jurídicos que rigen una sociedad suelen ser presentados como intuiciones morales (Kelsen) o como nociones de “sentido común” (Ralf Dreier, Erhard Denninger), pero siempre con un común denominador: la fuerza pragmática del derecho y del lenguaje jurídico a él adosado señala siempre la necesidad de creer en la esfera jurídica en su conjunto como si poseyera verdades opacas e inaccesibles pero sagradamente indiscutibles. El problema, naturalmente, aparece cuando, por una serie de razones (que tienen que ver con que la juridificación de la política, donde ésta se introduce, como un caballo de Troya9, en la esfera judicial, dando lugar a un proceso complementario de politización de la justicia, donde las ideologías políticas de jueces, fiscales, abogados, etc., no se disimulan, sino que trazan cada vez más claras intencionalidades apologéticas); cuando por una serie de razones, decimos, esa confianza ciudadana, ese creer pragmático en los comportamientos jurídicos empiezan a flaquear y ofrecer crecientes señales de escepticismo ¿qué otro fundamento absoluto se puede esperar entonces en un entramado social que, hundidos ya los elementos unificadores y cimentadores de la patria, la religión o el derecho, se descompone en una gran multitud de individuos enfrentados que sólo confían, como decía con humor amargo el poeta del siglo VII a. de C., Arquíloco de Paros, en su lanza y su escudo?

La creciente crispación que últimamente se vive en nuestro país no hace otra cosa que fomentar y alimentar una política del tu quoque (“y tú más”) tan irritante como castradora. No se puede esconder aquí la paradoja: el antídoto contra el escepticismo, la honradez, resulta ser tanto más necesario cuanto más improbable. Ya ni siquiera la retórica (“¡yo soy más honrado que tú!”) logra convencer a nadie. La hipocresía ha dejado su lugar al cinismo.

La juridificación de la política y su inmediata derivación compensatoria en una politización de la justicia son determinaciones que se han estado viendo estos días, de una manera más o menos velada, en el nefasto juicio a Álvaro García Ortiz. Si por parte de los miembros del Tribunal Supremo (cuya oculta tendenciosidad permanece como una latente sombra de sospecha, tanto a la hora de partir inconscientemente de un a priori de culpabilidad del señor García Ortiz como en el momento en que apenas disimulan sus reticencias ante aquellos periodistas cuyos testimonios exoneran al fiscal general) se echa de ver una tendenciosidad, casi rayana en mala fe, que inunda de sospechas su práctica jurídica y si por parte de los partidos políticos más o menos implicados en la decisión del Tribunal Supremo apenas se sostiene un muy débil compromiso de acatar la decisión de los jueces, sea cual sea ésta, ¿tan difícil es entonces concebir como probable el hecho de que los partidos políticos perjudicados por una sentencia (absolutoria o condenatoria) no vacilarán en poner en duda la imparcialidad de dicho Tribunal?

El desapego y la desconfianza ciudadanos hacia las instituciones (especialmente hacia la judicatura) no son más que el resultado de un doble proceso: de un proceso de congelación de la ciudadanía en la figura de un individuo con la cabeza mirando siempre hacia el suelo (como el legendario catoblepas, aquel animal mitad cerdo mitad buey incapaz de levantar la cabeza) y, para compensar, de un proceso de vaciamiento tanto de contenido como de legitimidad de un lenguaje jurídico que parece haber renunciado a la transparencia y la honradez y ser un lenguaje hecho exclusivamente para iniciados.

En el pasado jueves 20 de noviembre (la elección de la fecha no parece casual) los siete miembros del Tribunal Supremo permitieron –o no pudieron evitar– que se filtrase el fallo que condenaba a Álvaro García Ortiz a una pena de inhabilitación por dos años y al pago de una multa de 7200 €. Gran cantidad de exmagistrados, catedráticos de derecho penal y expertos jurídicos (entre los que se encuentran Baltasar Garzón, Dolores Delgado, Joaquim Bosch, Manuela Carmena, José Castro, Ignacio González Vega y un largo etcétera) no han dudado en calificar el fallo de “subjetivo”, “injusto”, “arbitrario” y hasta “disparatado”. Ya el hecho de que dicho fallo del TS haya precedido a la formulación de la sentencia o de que las deliberaciones hayan carecido de elementos correctores con respecto a los prejuicios de los miembros del TS no hace sino arrojar gran cantidad de sombra a la totalidad de este proceso.

Ni se ha llegado a probar el origen único y exclusivo de las informaciones de González Amador en la persona de Álvaro García Ortiz ni la revelación de secretos es tal si éstos han sido rotos al haber circulado semanas antes de las supuestas filtraciones por parte del FGE. Si a esto añadimos que los periodistas que poseían los informes exoneraban clara e inequívocamente a García Ortiz insistiendo en no desvelar sus fuentes, pero señalando al mismo tiempo muy claramente que tales fuentes no tenían nada que ver con el FGE, nos podemos hacer una idea bastante nítida de que la sospecha de que el TS ha condenado a priori al FGE viene a quedar confirmada y alimentada por los hechos reflejados por la decisión, subjetiva a todas luces, del TS.

De los siete miembros del TS cinco son conservadores y dos, progresistas. Es difícil no concluir entonces que todo esto refleja con claridad el mecanismo del caballo de Troya (recuérdese la vergonzosa afirmación del exsenador del PP Ignacio Cosido de que había que controlar la justicia por la puerta de atrás). Por eso se entienden ahora en toda su magnitud las razones por las que el Partido Popular se resistía con todas sus fuerzas a la renovación del CGPJ. En este sentido, desconfiando del mecanismo de unas elecciones democráticas, algunos partidos políticos –en este caso, el PP– aspiran a conquistar y mantener posiciones de poder e influencia introduciéndose en aquellas organizaciones y plataformas no democráticas de poder que les permitan esconder bajo una terminología muchas veces enrevesada y oscura, sacra e intangible, lo que en realidad no pasan de ser unos contenidos y unos planteamientos claramente políticos.

Luis Martínez de Velasco es filósofo. Ha publicado recientemente, junto con Alfredo López Pulido, la obra Argumentos  materiales para un marxismo incierto. Releyendo a Walter Benjamin y a Antonio Gramsci (Apeiron Ediciones).

I

  • 1La noción de honradez es, en efecto, difícil y escurridiza porque, como noción a priori que es, no depende de los hechos, sino justo lo contrario: los hechos (su interpretación) dependen de ella. Resaltar unos hechos y oscurecer o anular otros, o maximizar o minimizar un mismo hecho cediéndole más o menos importancia, etc., son cuestiones vinculadas a la honradez del sujeto, es decir, a su voluntad de distanciarse de sus estrecheces subjetivas, sus temores y esperanzas, para intentar abarcar un horizonte objetivo conectado con una visión descentrada de los hechos. Valga como ejemplo la consideración de un hecho (en realidad, la interpretación de un hecho) como el terremoto de Lisboa de 1755. Si comparamos la interpretación de dicho terremoto visto desde una óptica cristiana o agnóstica o atea podremos observar la decisiva presencia de la voluntad del sujeto de sostener una visión más o menos honrada a la hora de considerar los límites del fenómeno estudiado. En el terreno del derecho, la honradez constituye la piedra angular para considerar el hecho jurídico como tal en función del carácter de decisión que caracteriza su estructura profunda. Que ante un mismo delito y con el mismo fundamente y argumentario legales dos jueces puedan llegar a veredictos distintos empieza a explicarse por la importante ambigüedad presente en la formulación misma de la ley, como señala el jurista y filósofo del derecho Ralf Dreier. Al calor precisamente de esta ambigüedad no pocos casos de decisión jurídica pueden llegar a reflejar, con el paso del tiempo, la existencia de un proceso de degradación donde las artimañas del abogado intentan simplemente oponerse a las artimañas, de signo contrario, del fiscal en el más puro ejercicio de sofistería. En cuanto al lenguaje habitualmente utilizado en la esfera de la política, sobran los ejemplos. Supongamos que un gobierno ayuda a las personas desempleadas de una sociedad y que éstas, agradecidas, votan al partido del que forma parte el gobierno. ¿Qué puede impedirque el partido contrario interprete que el gobierno en cuestión se dedica a comprar los votos de los parados para perpetuarse en el poder? La honradez es aquí, paradójicamente, tan improbable como necesaria.

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