Por Ignacio Ramonet (ex director de Le Monde Diplomatique), 26 de noviembre de 2025

Pocos hombres han conocido la gloria de entrar en la leyenda y la historia en vida. Fidel es uno de ellos.
En el panteón global dedicado a quienes más lucharon por la justicia social y mostraron mayor solidaridad con los oprimidos de la Tierra, Fidel Castro –les guste o no a sus detractores– tiene un lugar de honor reservado para él.
Lo conocí en 1975 y hablé con él en múltiples ocasiones, pero durante mucho tiempo, siempre en circunstancias muy profesionales y específicas, cuando informaba sobre la isla o participaba en una conferencia, seminario o evento. Luego nuestra relación se fue estrechando. A veces me invitaba a cenar en la privacidad de su oficina en el Palacio de la Revolución y charlábamos durante horas sobre el estado del mundo. Otras veces, me encomendaba «misiones» discretas, como reunirme con un líder de izquierda latinoamericano sobre el que tenía dudas, para que le diera mi opinión personal. Fue el primero en elogiar a Hugo Chávez (quien entonces era «sospechoso» para gran parte de la izquierda global porque estaba acusado de liderar un intento de golpe de Estado el 4 de febrero de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, presidente socialdemócrata de Venezuela y líder de la Internacional Socialista). Fidel me aconsejó que fuera a verlo, lo conociera y lo ayudara.
Cuando, en 2003, decidimos escribir el libro «Cien horas con Fidel», me invitó a acompañarlo durante semanas en varios viajes. Tanto en Cuba (Santiago, Holguín, La Habana) como en el extranjero (Ecuador). En coche, en avión, caminando, almorzando o cenando, conversábamos extensamente. Con y sin grabadora. Conversamos sobre todo tipo de temas, las noticias del día, sus experiencias pasadas y sus inquietudes actuales. Luego reconstruía estas conversaciones de memoria en mis cuadernos. Luego, durante tres años, de 2003 a 2006, nos vimos con mucha frecuencia, al menos varios días seguidos, una vez al trimestre, para avanzar en el libro.
Así descubrí a un Fidel íntimo. Casi tímido. Muy educado. Escuchaba atentamente a cada interlocutor. Siempre atento a los demás, y en particular a sus colaboradores. Nunca le oí levantar la voz. Nunca una orden. Con modales y gestos de cortesía anticuada. Un auténtico caballero. Con un alto sentido del honor. Que vive, por lo que pude ver, a la usanza espartana. Muebles austeros, comida sana y frugal. El estilo de vida de un monje-soldado.
Su jornada laboral solía terminar a las cinco o seis de la mañana, cuando el día apenas comenzaba.
Más de una vez interrumpió nuestra conversación a las dos o tres de la mañana porque aún tenía que asistir a alguna «reunión importante»… Dormía solo unas cuatro horas; además, de vez en cuando, una o dos horas a cualquier hora del día. Pero también era madrugador. E incansable. Viajes, desplazamientos, reuniones se sucedían sin tregua.
A un ritmo inusual. Sus asistentes —todos jóvenes y brillantes treintañeros— terminaban exhaustos. Se quedaban dormidos de pie. Agotados. Incapaces de seguirle el ritmo a este gigante incansable. Fidel exigía notas, informes, cables, noticias, estadísticas, resúmenes de programas de televisión o radio, llamadas telefónicas… Nunca dejaba de pensar, de reflexionar. Siempre alerta, siempre en acción, siempre al frente de un pequeño Estado Mayor —compuesto por sus asistentes y ayudantes— librando una batalla tras otra. Siempre lleno de ideas. Pensando lo impensable. Imaginando lo inimaginable. Con una audacia mental sin precedentes y espectacular.
Una vez definido un proyecto.
Ningún obstáculo material pudo detenerlo. Su ejecución era obvia, no hacía falta decirlo. «La logística vendrá sola», dijo Napoleón. Fidel hizo lo mismo. Su entusiasmo generó apoyo colectivo. Levantó el ánimo de la gente. Como un fenómeno casi mágico, las ideas se materializaban, se convertían en hechos tangibles, realidades, acontecimientos. Su capacidad retórica, tan a menudo descrita, era prodigiosa. Fenomenal.
No me refiero a sus conocidos discursos públicos, sino a una simple sobremesa. Fidel era un torrente de palabras. Una avalancha. Una cascada. Acompañaba sus palabras con los gestos prodigiosos de sus finas manos.
Le gustaba la precisión, la exactitud, la puntualidad. Con él, no había aproximaciones. Tenía una memoria prodigiosa, de una precisión inusual. Abrumadora. Tan rica que a veces parecía impedirle pensar de forma sintética. Su pensamiento era arborescente. Todo estaba conectado. Todo tenía que ver con todo lo demás. Digresiones constantes. Paréntesis permanentes. El desarrollo de un tema lo llevaba, por asociación, por el recuerdo de un detalle, situación o persona en particular, a evocar un tema paralelo, y luego otro, y otro, y otro. Desviándose así del tema central. Hasta tal punto que su interlocutor temió, por un momento, haber perdido el hilo. Pero luego volvió sobre sus pasos y regresó, con sorprendente facilidad, al tema central, a la idea principal.
En ningún momento, durante más de cien horas de conversación, Fidel impuso límites a los temas a abordar. Como intelectual de impresionante calibre, no temía el debate. Al contrario, lo buscaba y se sentía estimulado por él. Siempre estaba dispuesto a discutir con cualquiera, con gran respeto por el otro y con gran cautela. Era un formidable polemista y debatiente, con argumentos a raudales. Solo le repelían la mala fe y el odio.
Pocos hombres han conocido la gloria de entrar en la leyenda y la historia en vida. Fidel es uno de ellos. Perteneció a esa generación de insurgentes míticos que, persiguiendo un ideal de justicia, se lanzaron a la acción política en la década de 1950 con la ambición y la esperanza de cambiar un mundo de desigualdad y discriminación, marcado por el inicio de la «Guerra Fría» entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
En aquel entonces, en más de la mitad del planeta, en Vietnam, Argelia y Guinea-Bissau, los pueblos oprimidos se alzaban. La humanidad seguía, en su mayor parte, sometida a la infamia de la colonización. Casi toda África, parte del Caribe y gran parte de Asia seguían dominadas y subyugadas por los antiguos imperios occidentales. Mientras tanto, las naciones de Latinoamérica, teóricamente independientes durante siglo y medio, seguían sometidas a la discriminación social y étnica, explotadas por minorías privilegiadas y, a menudo, marcadas por sangrientas dictaduras apoyadas por Washington.
Fidel soportó la embestida de no menos de diez presidentes estadounidenses (Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo). Mantuvo relaciones políticas con los principales líderes que moldearon el mundo después de la Segunda Guerra Mundial (Mao, Nehru, Nasser, Tito, Ho Chi Minh, Kim Il-Sung, Khrushchev, Olaf Palme, Ben Bella, Boumedienne, Arafat, Indira Gandhi, Salvador Allende, Brezhnev, Gorbachov, François Mitterrand, Juan Pablo II, etc.). Y conoció personalmente a algunos de los principales intelectuales y artistas de su tiempo (Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Rafael Alberti, Guayasamín, Cartier-Bresson, José Saramago, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Noam Chomsky, etc.).
Bajo su liderazgo, su pequeño país (100.000 km², 11 millones de habitantes) logró implementar una política poderosa a escala global, incluso enfrentándose a Estados Unidos, cuyos líderes no lograron derrocarlo, eliminarlo ni siquiera cambiar el rumbo de la Revolución Cubana. Finalmente, en diciembre de 2014, tuvieron que admitir el fracaso de sus políticas anticubanas y su derrota diplomática, e iniciar un proceso de normalización que implicaba respeto al sistema político cubano.
En octubre de 1962, la Tercera Guerra Mundial estuvo a punto de estallar debido a la actitud del gobierno estadounidense, que protestó contra la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba. Su principal función era impedir otro desembarco militar como el de Playa Girón en 1961 u otro llevado a cabo directamente por las fuerzas armadas estadounidenses para derrocar la revolución cubana.
Durante más de 60 años, Washington (a pesar del restablecimiento de relaciones diplomáticas) ha impuesto un devastador bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba (reforzado por las 243 medidas adoptadas durante el primer mandato de Donald Trump), con trágicas consecuencias para los habitantes de la isla. Washington también continúa librando una guerra ideológica y mediática permanente contra La Habana a través de las redes sociales, inundando Cuba con propaganda hostil como en los peores días de la Guerra Fría.
Además, durante décadas, varias organizaciones terroristas hostiles a Cuba —Alpha 66 y Omega 7— tuvieron su sede en Florida, donde contaban con campos de entrenamiento y desde donde enviaban regularmente comandos armados para perpetrar atentados, con la complicidad de las autoridades estadounidenses. Cuba es uno de los países que más víctimas ha sufrido (unos 3.500 muertos) y terrorismo en los últimos sesenta años.
Ante estos constantes ataques, las autoridades cubanas han abogado, a nivel nacional, por una unidad inquebrantable. Y han aplicado a su manera el antiguo lema jesuita de Ignacio de Loyola: «En una fortaleza sitiada, toda disidencia es traición». Pero nunca hubo —Fidel lo prohibió explícitamente— culto a la personalidad. No había ningún retrato, estatua, sello, moneda, calle, edificio o monumento oficial con el nombre o la imagen de Fidel ni de ninguno de los líderes vivos de la Revolución.
Cuba, un país pequeño y apegado a su soberanía, logró resultados excepcionales en desarrollo humano bajo el liderazgo de Fidel Castro, a pesar del constante acoso externo: la abolición del racismo, la emancipación de la mujer, la erradicación del analfabetismo, la vacunación universal, una drástica reducción de la mortalidad infantil y un aumento del nivel cultural general. En materia de educación, salud, investigación médica, cultura y deporte, Cuba ha alcanzado niveles que la sitúan entre las naciones más eficientes.
Su diplomacia sigue siendo una de las más activas del mundo . En las décadas de 1960 y 1970, La Habana apoyó la guerra de guerrillas en numerosos países de Centroamérica (El Salvador, Guatemala, Nicaragua) y Sudamérica (Colombia, Venezuela, Bolivia, Argentina). Las fuerzas armadas cubanas participaron en campañas militares a gran escala, en particular en las guerras de Etiopía y Angola. Su intervención en este último país hace cincuenta años resultó en la derrota de las divisiones de élite de la República de Sudáfrica, lo que sin duda aceleró la caída del régimen racista del apartheid y favoreció la independencia de Angola y Namibia.
La Revolución Cubana, de la que Fidel Castro fue inspiración, teórico y líder político y militar, sigue siendo hoy, gracias a sus éxitos y a pesar de sus deficiencias, un importante referente para millones de personas desposeídas en todo el mundo. Aquí y allá, en Latinoamérica y otras partes del mundo, hombres y mujeres protestan, luchan y, a veces, mueren en el intento de establecer sistemas inspirados en el modelo cubano.
La caída del Muro de Berlín en 1989, la desaparición de la Unión Soviética en 1991 y el fracaso histórico en Europa del Este del socialismo de Estado y del modelo de planificación económica centralizada no cambiaron el sueño de Fidel Castro de construir en Cuba un nuevo tipo de sociedad: descolonizada, más justa, más sana, más igualitaria, más feminista, más ecológica, mejor educada, libre de discriminación de cualquier tipo y con una cultura verdaderamente global.

Foto: Bill Hackwell
Hasta la víspera de su muerte, el 25 de noviembre de 2016 , a los 90 años, se mantuvo movilizado en defensa del medio ambiente, contra el cambio climático y la globalización neoliberal. Permaneció en las trincheras, en primera línea, liderando la batalla por las ideas en las que creía y a las que nada ni nadie le hizo renunciar.
Ignacio Ramonet es un profesor y periodista español residente en Francia, donde dirigió la revista Le Monde Diplomatique. Es autor del libro definitivo «Cien horas con Fidel».
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