María Martínez Collado (PÚBLICO), 25 de Noviembre de 2025
Mientras el movimiento feminista empuja para que las violencias contra las mujeres se nombren y se aborden con rigor, los retrocesos institucionales y el avance de los discursos reaccionarios amenazan con deshacer décadas de avances.

Se supone que hace tiempo que la violencia machista dejó de ser un asunto privado y de ostracismo. Aquello que durante décadas se mantuvo en la intimidad familiar es hoy, gracias al trabajo incesante de las feministas, la superficie donde aflora la fractura más evidente de nuestras democracias: la violencia que sufren las mujeres por el hecho de serlo. Cada testimonio, cada relato de una mujer que logra romper su silencio, vuelve a recordar que las relaciones de género siguen estructurándose en torno a jerarquías y asimetrías que poco tienen que ver con la igualdad formal. Los datos son claros. Desde el 1 de enero de 2003, 1.333 mujeres han sido asesinadas, de las cuales 38 fueron en lo que va de 2025. En cuanto a los menores de edad, desde el 1 de enero de 2013 han entrado en el registro 65 asesinatos, con tres casos este año.
La prevalencia de la violencia de género, sexual, vicaria, económica, institucional, en todos los ámbitos, evidencian que, incluso en los momentos de mayor avance, estas son capaces de mutar y reaparecer bajo nuevas formas, ahora amplificadas por la digitalización, la precariedad y la reacción antifeminista.
Los últimos años han evidenciado este desplazamiento y sus tensiones. El ciclo más reciente (marcado por hitos como el Se Acabó, el caso Pèlicot o la dimisión de Íñigo Errejón) ha demostrado, al mismo tiempo, la capacidad transformadora de atreverse a hablar y los límites de un contexto sociopolítico que todavía no tiene muy claro cómo manejar esa información. Hitos como estos daban pistas de que la vergüenza estaba empezando a cambiar de bando, pero (tal y como se ha visto) romper el silencio no implica necesariamente que la sociedad y, en particular, los feminismos tengan capacidad de dar una respuesta unívoca.
El momento político actual resulta paradójico por esto mismo, pues se da la situación de que muchas mujeres han dado el paso de hablar más que nunca de la violencia con la que viven a diario, pero las instituciones continúan fallando y la reacción patriarcal, lejos de replegarse, se está organizando para devolver al espacio doméstico y privado aquello que los feminismos de base han conseguido arrancar de las sombras.

La primera discusión necesaria para comprender el tiempo que atravesamos tiene que ver precisamente con el marco desde el que se habla de violencia. «¿Toda forma de discriminación de género comporta algún grado de violencia?», se preguntaba Noelia Adánez, ensayista y jefa de Opinión en Público, durante un debate con expertas organizado por este medio en vísperas del 25N. A lo que la jurista Violeta Assiego respondía sin dilaciones que, efectivamente, «discriminar, infligir un trato desigual, un trato diferente a alguien por lo que es -en este caso por ser mujer-, implica una violencia, una forma de violentar a esa persona».
Las discriminaciones, pequeñas o grandes, actúan como semillas en un terreno fértil. Lo recordaba durante ese mismo diálogo la directora de la Fundación ASPACIA, Virginia Gil, al subrayar que esas prácticas mínimas, a menudo justificadas como «costumbres» o decisiones familiares sin importancia, constituyen el «caldo de cultivo» de otras violencias más explícitas. No tanto porque conduzcan mecánicamente a ellas, por cuanto consolidan estructuras de desigualdad que naturalizan actitudes intolerables. Es esa naturalización la que permite que, incluso en sociedades que se autodefinen como igualitarias, campe a sus anchas la impunidad y se mantenga viva la idea de que la violencia de género es un problema de «otros», de «monstruos».
La investigadora y experta en violencia sexual, Bárbara Tardón, no se cortó durante la conversación al reivindicar: «Yo no necesito que nadie -y menos los hombres- esté a gusto con mi forma de señalar lo que es la violencia». Romper el silencio, como hacen miles de víctimas y supervivientes de violencias machistas cada año, implica asumir este conflicto, incomodar y desestabilizar inercias que parecen lo normal, pero que no lo son. En su opinión, la historia del patriarcado es indisociable de la violencia y de los pactos de silencio que la sostienen. Nombrar estas violencias, dice Tardón, es una forma de politizar lo que durante siglos se ha querido vender como un asunto anecdótico.
Este marco es importante para entender el momento político actual, donde las mujeres llevan ya un tiempo empezando a reconocerse en narraciones sobre situaciones violentas que antes no se habían conceptualizado como tal. De ahí el valor del movimiento testimonial que ha resurgido desde hace aproximadamente un año. «Lo que no se cuenta no existe», recordaba Virginia Gil. Por eso, la existencia de relatos públicos, incluso los que no aspiran a lograr una resolución penal, tienen muchas cualidades, como por ejemplo contribuir a los procesos de reparación, generar identificación colectiva y, sobre todo, revelar la dimensión sistémica de las violencias, que ya no pueden interpretarse como casos aislados.
En este sentido, el auge de testimonios anonimizados en redes sociales desde el MeToo o el Cuéntalo parece responder a un cambio de paradigma, donde las mujeres están encontrando una forma de que su daño y su dolor no sean omitidos por el espacio público. Violeta Assiego alerta, sin embargo, del cuidado que requiere el manejo y administración de estos testimonios a fin de no convertirlos en una herramienta que pueda terminar revictimizando a las mujeres. «Detrás de cada relato hay un trauma», recuerda, y ese trauma requiere acompañamiento y estructuras capaces de sostenerlo.
El riesgo de instrumentalización existe, sobre todo, cuando la atención pública se centra más en el impacto que en la reparación. Por eso, la abogada reivindica el papel del periodismo feminista, capaz de narrar sin sensacionalismos, contextualizar y acompañar a las víctimas o supervivientes sin exponerlas innecesariamente. «Ser la redacción más feminista implica mucho más que tener una reportera feminista», afirma.
Mientras las feministas afianzan marcos y generan nuevas prácticas de escucha, sin embargo, la reacción patriarcal y ultra se organiza con más intensidad si cabe. Se aprecia en la ofensiva contra los derechos sexuales y reproductivos, en la negación de la violencia de género desde las instituciones, en el intento de revertir avances legislativos o en la creciente legitimación de discursos machistas en el espacio digital. Donald Trump, Javier Milei o Santiago Abascal representan todo eso. Bárbara Tardón explica que, a su juicio, esto ocurre porque la extrema derecha ha comprendido que la «batalla cultural» es el terreno donde se disputan las hegemonías del futuro. Y en esa disputa, dice, utilizarán el machismo «como punta de lanza», reforzados por su capacidad para movilizar miedos y ansiedades identitarias. Ya lo están haciendo.
Cierto es que bajo esta coyuntura parece relativamente sencillo caer en la tentación del desaliento, esa sensación de que cada paso adelante se paga con una reacción igual o más intensa. Virginia Gil, con todo, aboga por mantenerse optimistas. El miedo, dice, paraliza. Y la parálisis beneficia siempre al statu quo. La respuesta, en todo caso, -advierte- no pasa por suavizar el discurso, sino por sostenerse colectivamente. Mantener vivas las alianzas, reforzar espacios seguros, acompañar a las mujeres que enfrentan procesos dolorosos y, sobre todo, no permitir que el discurso antifeminista defina los términos del debate.
Violeta Assiego, a su vez, señala que la reacción no solo proviene de la derecha o de la ultraderecha. También se manifiesta dentro de espacios progresistas que piden moderación o desconfían del alcance de las reivindicaciones feministas. Eso, dice, obliga a revisar los principios del propio movimiento: las feministas blancas deben escuchar a los feminismos racializados; las instituciones deben escuchar a las supervivientes; y las organizaciones deben escuchar a las jóvenes.
Conviene tener presente que la promulgación de leyes avanzadas no garantiza su aplicación. Lo observan cada día las expertas, desde cuyos ámbitos son testigos de en qué medida las mujeres que llegan a las instituciones públicas en busca de ayuda se chocan contra un muro burocrático que las retrotrae a lo peor de las violencias sufridas. La falta de recursos, los sesgos de quienes deberían garantizar su seguridad, la revictimización institucional y la ausencia de mecanismos de control hacen que muchas, al denunciar, se enfrenten a un circuito de violencia secundaria que mina su confianza y vulnera sus derechos. Los testimonios de Laura y la madre y hermana de Valeria, publicados en este medio con motivo del 25N, dan cuenta de ello. Ambos casos ilustran lo que significa ser revictimizada y dan pistas de por qué les cuesta tanto a las mujeres institucionalizar su situación de violencia.
Assiego lamenta, con pocos eufemismos, que incluso haya profesionales -abogados, jueces, operadores jurídicos- que sean directamente negacionistas y que, aun así, atiendan casos de violencia machista. «Esto está sucediendo delante de nuestros ojos», advierte, y solo puede cambiarse si se nombra, se denuncia y se exige responsabilidad a quienes ocupan posiciones de poder dentro del sistema jurídico.
Gil coincide en que no basta con atribuir los fallos a «manzanas podridas», pues hay patrones, prácticas sistemáticas. Si bien reconoce, por su experiencia en intervención integral, que cada vez hay más profesionales que incorporan la perspectiva feminista y transforman las prácticas desde dentro. En todo caso, el cambio institucional es lento. Tardón, por su parte, opina que es necesario que las instituciones -empezando por el propio Ministerio de Igualdad- «incomoden un poco». Estar en silencio, dice, es contribuir al silencio que sostiene la violencia.
Un 25N más, todo ello confirma que la violencia contra las mujeres no es un problema que pueda resolverse solo con campañas de sensibilización: se parece más al resultado de relaciones históricas que otorgan privilegios, poder y legitimidad a unos y no a otras. También se constata que las violencias cambian, pero no desaparecen, porque encuentran nuevas formas de expresión en los entornos digitales, laborales, institucionales y afectivos. Y que, ante esa capacidad de adaptación, los feminismos intentan como bien pueden adaptarse, fortalecerse y ensayar nuevas formas de rebatir colectivamente un contexto incipientemente reaccionario. Conviene no olvidar, en palabras de Tardón, que «juntas somos imparables y eso les asusta. Cuanto más unidas estamos, más miedo les damos».
El 016 atiende a todas las víctimas de violencia machista las 24 horas del día y en 53 idiomas diferentes, al igual que el correo 016-online@igualdad.gob.es; también se presta atención mediante WhatsApp a través del número 600000016, y los menores pueden dirigirse al teléfono de la Fundación ANAR 900 20 20 10.
En una situación de emergencia, se puede llamar al 112 o a los teléfonos de la Policía Nacional (091) y de la Guardia Civil (062) y en caso de no poder llamar se puede recurrir a la aplicación ALERTCOPS, desde la que se envía una señal de alerta a la Policía con geolocalización.
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