Nieves Concostrina (PÚBLICO), 23 de Noviembre de 2025

“Acabo de volver de El Pardo, adonde he sido llamado por el Generalísimo; y como por teléfono no se puede hablar, me apresuro a escribirte estas líneas para que te las pueda llevar Nicolás, que sale dentro de un rato en el Lusitania.
El momento que tantas veces te había repetido que podía llegar, ha llegado y comprenderás mi enorme impresión al comunicarme su decisión de proponerme a las Cortes como sucesor a título de Rey.
Me resulta dificilísimo expresarte la preocupación que tengo en estos momentos. Te quiero muchísimo y he recibido de ti las mejores lecciones de servicio y de amor a España. Estas lecciones son las que me obligan como español y como miembro de la Dinastía a hacer el mayor sacrificio de mi vida y, cumpliendo un deber de conciencia y realizando con ello lo que creo es un servicio a la Patria, aceptar el nombramiento para que vuelva a España la Monarquía y pueda garantizar para el futuro, a nuestro pueblo, con la ayuda de Dios, muchos años de paz y prosperidad.
En esta hora, para mí tan emotiva y trascendental, quiero reiterarte mi filial devoción e inmenso cariño, rogando a Dios que mantenga por encima de todo la unidad de la Familia y quiero pedirte tu bendición para que ella me ayude siempre a cumplir, en bien de España, los deberes que me impone la misión para la que he sido llamado.
Termino estas líneas con un abrazo muy fuerte y, queriéndote más que nunca, te pido nuevamente, con toda mi alma, tu bendición y tu cariño. Juan Carlos”.
Spoiler: no hubo bendición.
Aclaración: Nicolás era el marqués de Mondéjar, Nicolás Cotoner, preceptor del pupilo del dictador, luego jefe de la Casa del Príncipe y, por último, jefe de la Casa del Rey del 75 al 90; no hubo forma de jubilarlo hasta que cumplió los 85 años. Para más señas, Cotoner fue el mallorquín que pergeñó cómo robarles a los baleares Marivent para regalárselo a Juan Carlos y su prole, pese a que el propietario de la mansión había legado la propiedad a los ciudadanos de las islas para la instalación de un museo y el desarrollo de servicios culturales.
Cuenta Luis María Anson (ya saben, sin tilde desde que renegó de la españolidad de su apellido y reivindicó su origen británico) que cuando Juan de Borbón terminó de leer en Estoril la anterior carta, fechada el 15 de julio de 1969 y escrita de puño y letra por el traidor de su hijo Juan Carlos, la dejó abierta sobre la mesa de su despacho y musitó con los ojos humedecidos “dios dirá… ¡Qué le vamos a hacer!”.
No soy quién para poner en duda el relato de Anson puesto que fue testigo del hecho, pero sí tengo el derecho de no creerme ni una palabra de esa frase doliente que el periodista ultramonárquico y cortesano pone en boca de su jefe. Juan de Borbón debió de soltar por su boca lo más grande durante la lectura y, sobre todo, cuando la terminó; desde cagarse en el padre de su hijo sin reparar en que era él mismo y sin deducir que de tal palo tal astilla, hasta soltar dioses que retumbarían al otro lado del Atlántico.
Este defraudador traicionó a sus padres, traicionó a su esposa, traicionó a Franco, traicionó al país, traicionó a su dinastía, traicionó a los españoles, traicionó a las amantes, traicionó a su hijo…
Su hijo lo había traicionado. “¡A mí! ¡Coño! ¡Al legítimo Príncipe de Asturias!”. Juan Carlos, además, se permitía en su hipócrita carta utilizar en vano las palabras dios, dinastía, monarquía, patria y familia (todas escritas con mayúsculas para mayor pitorreo), precisamente las cinco instituciones a las que estaba traicionando mientras se inclinaba para comer de la mano de un dictador fascista y asesino. Juan de Borbón habría sido igualmente servil con Franco con tal de pillar trono, pero al menos a él le tocaba el turno. Su hijo, con 31 años cumplidos, aceptó robarle a su propio padre la legítima sucesión y, sin pudor alguno, pretendía disfrazar su latrocinio como el mayor sacrificio de su vida. Tampoco debe escandalizarnos esto, porque todas las familias de borbones desde el último cuarto del siglo XVIII han estado a guantazos, han expuesto sus vergüenzas sin rubor y, todavía hoy, doscientos y pico años después, no podemos encontrar un solo miembro honesto.
Decía hace unas semanas Juanjo Millás durante su conversación con Javier del Pino en el programa A vivir que Juan Carlos de Borbón era un gran traidor, y si no lo dijo exactamente así, da igual, lo digo yo. Este defraudador traicionó a sus padres, traicionó a su esposa, traicionó a Franco, traicionó al país, traicionó a su dinastía, traicionó a los españoles, traicionó a las amantes, traicionó a su hijo legándole una corona desprestigiada, deteriorada y corrupta; traicionó a su dios, traicionó a su secta católica y se ha pasado por su real arco del triunfo sus diez mandamientos. Ni siquiera dejó intacto el de “No matarás”. Juan Carlos, en resumidas cuentas, es el mayor traidor del reino porque carece absolutamente de escrúpulos y de moralidad.
Juan Carlos de Borbón ha sido el único en seis siglos que no ha ostentado el título de Príncipe de Asturias. De acuerdo con sus leyes dinásticas, nunca ha pasado de vulgar infante español. Fue un sucesor al trono de España ilegítimo, puesto a dedo por un dictador.
Pero la felonía hacia su padre fue de traca. “Jamás, jamás aceptaré reinar mientras viva mi padre: él es el rey. Si estoy aquí es para que haya una representación viva de la dinastía española, toda vez que mi padre está en Portugal”, fueron sus declaraciones a Françoise Laot para el semanario francés Point de Vue a finales de noviembre de 1968. Siete meses después estaba escribiendo a su padre diciéndole eso de “donde dije digo, digo Diego”. Con un par.
Juan Carlos de Borbón, por tanto, ha sido el único en seis siglos que no ha ostentado el título de Príncipe de Asturias. De acuerdo con sus leyes dinásticas, nunca ha pasado de vulgar infante español. Fue un sucesor al trono de España ilegítimo, puesto a dedo por un dictador. Y de ese rey ilegítimo que nunca fue más que infante, hemos heredado otro rey ilegítimo que solo era el hijo del infante. Por eso a la democracia no deberían salirle las cuentas. Y de hecho no le salen. Ni a la democracia ni a muchos demócratas, que manifestamos un rechazo frontal a un supuesto rey católico que, aun careciendo de capacidades políticas, oradoras e intelectuales, ostenta la Jefatura del Estado por derecho genético. Y que, por supuesto, carece igualmente de valentía para consultar y conocer si una mayoría de españoles lo acepta como jefe de Estado. Bien conoce la respuesta: No. Por tanto, mejor no preguntar.

Pero regresemos al rey intruso Juan Carlos de Borbón, un títere en manos de su padre putativo Francisco Franco. Todo empezó en 1947, con un referéndum muy cómico convocado por el dictador en plena posguerra y cuando acababa de arrancar el trienio del terror, con torturas y fusilamientos extrajudiciales, procesos sumarísimos, consejos de guerra, aplicación de la llamada ley de fugas a quienes querían y como querían… En escenario tan espantoso, el dictador organizó un referéndum con un resultado decidido previamente. Franco preguntó a los españoles si apoyaban su famosa Ley de Sucesión para constituir España en un reino católico, y el “sí” fue aplastante. Nunca más ha vuelto a haber un índice de participación tan alto, y nunca han estado los españoles tan de acuerdo en algo, porque tampoco nunca han recibido tantas amenazas si no manifestaban estar de acuerdo con el dictador. Los que se abstuvieran se quedaban sin un sellito que permitía que la cartilla de racionamiento continuara vigente, y también se les negaría el certificado de buena conducta, algo absolutamente imprescindible para conseguir un empleo.
La amenaza a los que votaran “no” a convertir España en un reino católico, la verdad, tenía su gracia: quedaban automáticamente excomulgados, sin tener en cuenta que a los que tuvieran el valor de votar “no” les trajera al pairo la payasada de la excomunión. Los españoles, por supuesto, acudieron a votar en masa, el 90 por ciento. El 93 por ciento dijo que sí, que estaban deseando que España fuera un reino católico sin rey, con Franco como jefe de Estado hasta que a él le saliera de su peineta morena, y con el encargo de nombrar sucesor, rey o regente también cuándo y a quién le saliera a él de la misma citada peineta. Pese a todo, dos millones de españoles se abstuvieron y setecientos mil votaron que no.
Que los borbones fabulan, ya no se le escapa a nadie, pero que Juan tuviera el rostro de reivindicar que el pueblo español debía manifestar libremente su voluntad cuando seguimos en 2025 sin derecho a hacerlo, tiene bemoles.
Y pasaron 22 años, con Juan en Estoril esperando a ser llamado para ocupar el trono, y con Juan Carlos en Madrid a las órdenes del dictador. Hasta que llegó la carta. La maldita carta que el traidor de su hijo encabezó con aquel cínico “Queridísimo papá”. Juan no tardó en agarrar papel y pluma y dar respuesta al dictador y al felón de su hijo. Juan y su camarilla escribieron su famoso Manifiesto de Estoril el 18 de julio, pero prefirieron huir de ese día y lo fecharon el 19. “Españoles…”, empezaba diciendo, y seguía más adelante: “Para llevar a cabo esta operación no se ha contado conmigo, ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español [¡¿Perdonaaaa?!] Soy, pues, un espectador de las decisiones que se hayan de tomar en la materia y ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración” (no pierdan de vista ese término, instauración, que Juan empleó de forma correcta y deliberada).
Que los borbones fabulan, ya no se le escapa a nadie, pero que Juan tuviera el rostro de reivindicar que el pueblo español debía manifestar libremente su voluntad cuando seguimos en 2025 sin derecho a hacerlo, tiene bemoles. Siempre que en este país se ha preguntado si se quiere o no un rey, han tenido que preguntarlo con trampas. Lo hizo Franco, con su referéndum fraudulento, y lo hizo el falangista Adolfo Suárez, metiéndonos un rey indigno en el referéndum de la Constitución porque sabía que este país iba a votar mayoritariamente no a la monarquía si se preguntaba de forma aislada.
Juan se quedó en Estoril reconcomiéndose, su camarilla continuó llamándole majestad para consolarle, y el felón, el infante Juan Carlos, llegó orgulloso y servil a las Cortes la tarde del 23 de julio de 1969 para jurar sobre la novela bíblica los Principios del Movimiento Nacional (el día anterior las Cortes habían votado la sucesión de Juan Carlos a título de rey por 491 votos afirmativos, 19 negativos y 9 abstenciones). Entre esos principios hay uno que dice que la nación española acata la ley de dios y que la doctrina católica es inseparable de la conciencia nacional y de las leyes. Y eso lo estaba jurando Juan Carlos, que no paraba de ponerle los cuernos a Sofía, que había deshonrado a su padre y a su madre y había matado a su hermano. O sea, que a todas sus indecencias hay que añadir la de perjuro. Solo estábamos en el 69 y ya había pisoteado cuatro o cinco de sus mandamientos. Con aquel juramento del 23 de julio, Juan Carlos pasó por arte de birlibirloque y con el mismo descaro del que luego hicieron gala su hijo y su nieta, a ser general de brigada de Infantería y Aire y contralmirante de Marina. Y eso sin saber disparar.

Y así llegamos al 15 de junio de 1971, cuando el dictador designó al infante Juan Carlos príncipe sustituto interino; que una se pregunta… y eso ¿qué demonios es? Pues una cosa que se inventa un dictador en una dictadura, y ya sabemos lo que es una dictadura gracias al escritor Enrique Jardiel Poncela: un sistema de gobierno en el que lo que no está prohibido, es obligatorio. Príncipe sustituto interino significaba que Juan Carlos sería el suplente del dictador si el dictador tuviera que ausentarse o se sintiera indispuesto, pero de forma interina. O sea, para ponerle y quitarle cuando le viniera bien a Franco. Le hizo un contrato por horas a la espera de decidir si le hacía fijo.
En su papel de rey bastardo, ilegítimo, contrario a sus propias leyes dinásticas e igualmente contrario a las normas democráticas, ha continuado Juan Carlos hasta el mismo día de su abdicación como consecuencia de sus desmanes.
Y como Juan Carlos fue un infante agradecido al criminal que tantas desgracias trajo a este país, tres días después del feliz acontecimiento de la muerte de Franco fue proclamado rey bastardo de España en las Cortes. Su padre, desde París, le envió un entusiasta telegrama que rebosaba emoción y amor paterno: “Que dios te bendiga y buena suerte. Abrazos. Padre”. Vamos, para que se te salten las lágrimas.

Y en su papel de rey bastardo, ilegítimo, contrario a sus propias leyes dinásticas e igualmente contrario a las normas democráticas, ha continuado Juan Carlos hasta el mismo día de su abdicación como consecuencia de sus desmanes.
Ni siquiera recuperó la legitimidad Juan Carlos cuando, el 14 de mayo de 1977, Juan cedió los derechos dinásticos a su hijo con una pinza en la nariz diciendo aquello de “¡Majestad! ¡Por España! ¡Todo por España! ¡Viva el Rey! ¡Viva España!”. Solo entonces, en noviembre de aquel mismo año, se llevaron al nene Felipe a Covadonga para, delante de una muñeca, proclamarlo Príncipe de Asturias. Un príncipe también bastardo puesto que todo venía de una abdicación de derechos dinásticos forzada. Es un insulto a este país aconfesional que los borbones continúen validando sus prerrogativas delante de unos símbolos que solo les incumben a ellos y a los clientes de una secta católica con la que ya no comulga ni un cuarto de los españoles.
Todo se había hecho de manera fullera, irregular, saltándose normas, apañando nombramientos, inventando títulos, saltándose los tiempos, alterando sucesiones…
A Juan Carlos le inventó el dictador el título de Príncipe de España, pasó luego a ser rey ilícito mientras aún existía el legítimo Príncipe de Asturias, y Felipe, pese a sus paripés católico-festivos delante de la inventada Covadonga nunca ha pasado de ser el hijo de un simple infante que se encajó en el trono de rebote.
Y, en fin, así se instauró la dinastía Franco. No hubo restauración.
Seguiremos esperando el día de poder votar para deshacernos de esta estirpe indigna que nos instaló un dictador sanguinario hace 50 años.
Nieves Concostrina, Periodista y escritora
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