Gaceta Crítica

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Volver a hablar de socialismo

Piero Bevilacqua (SINIESTRAINRETE), 19 de Noviembre de 2025

En su momento, las fuerzas políticas que hoy llamamos Izquierda se reconocían como Movimiento Obrero (Partidos Comunistas y Socialistas, sindicatos de clase, etc.), operaban en sus respectivos ámbitos nacionales, impulsadas por la conciencia de ser herederas de una larga historia de lucha y conquista, de formar parte de un movimiento internacional y de avanzar hacia el futuro según un programa de reivindicaciones inmediatas y un proyecto para la construcción de una sociedad. Todo este proceso, que involucró a millones de personas, estuvo acompañado de un análisis y un desarrollo intelectual constantes, tanto dentro como fuera de los partidos, que proporcionaron análisis, conocimiento y perspectivas para las reivindicaciones cotidianas. Durante varias décadas, esta dimensión intelectual, cultural, moral y escatológica que acompañaba la acción política ha sido abandonada por casi todos los partidos. La herencia teórica que daba profundidad a la acción práctica ha sido desechada como chatarra. Hoy, todo gira en torno al presente, y el horizonte del frente reformista se limita, en el mejor de los casos, a demandas de «más recursos para la salud pública», «más dinero para las escuelas», «mayor equidad social» y las habituales banalidades de la propaganda. Lo que pretendo ilustrar aquí es por qué sucedió esto y qué fuerzas históricas condujeron a la derrota actual. Y, a partir de esta aclaración, quisiera sugerir las condiciones que pueden revitalizar la política como agente de transformación social, un proyecto para una nueva organización de la sociedad. Comienzo afirmando que el gran colapso sufrido por el movimiento obrero organizado fue causado, en mi opinión, por dos agentes y procesos convergentes: el éxito de la iniciativa capitalista en dos países clave, el Reino Unido y Estados Unidos, y el colapso de la Unión Soviética.

1. La llamada globalización desde la década de 1990 ha contrastado la movilidad global del capital con la fijeza nacional del trabajoy las restricciones de la política dentro del espacio del Estado-nación.

Ha surgido una marcada asimetría. En respuesta a las demandas sindicales, el capital puede huir a países pobres para explotar su mano de obra, mientras que los trabajadores de las sociedades industrializadas más antiguas carecen de recursos. De este modo, el conflicto se debilita, la política de clases desaparece y la administración del statu quo se mantiene. Además, las doctrinas neoliberales han tenido una gran capacidad de penetración hegemónica, presentándose, en esa fase histórica, como un vasto patrimonio de ideas, cargadas de propuestas liberadoras y de gran atractivo. Cualquiera que lea algunas obras de Friedrich von Hayek, por ejemplo, no puede dejar de sorprenderse por el radicalismo casi anárquico con el que exalta las libertades individuales. Ahora bien, más allá del poderío que el movimiento neoliberal logró desplegar para ganarse a las élites occidentales ese paradigma de ideas no solo atacó un marxismo reducido a una ideología de desarrollo económico, sino que también hizo que los logros de la clase trabajadora de décadas anteriores (que habían socavado, gracias a poderosos movimientos de protesta, el proceso de acumulación capitalista) parecieran atrincheramientos burocráticos y privilegios corporativos que obstaculizaban el desarrollo e impedían que la maquinaria económica produjera riqueza con mayor libertad y amplitud. Esa riqueza que, según la engañosa teoría del goteo, podría entonces distribuirse de manera útil también entre las clases trabajadoras y populares. Este, en su esencia, fue el mensaje simple y poderoso que sedujo incluso a líderes comunistas y socialistas, y que continúa seduciéndolos, aunque ya no sean comunistas ni socialistas.

2. Esta interpretación del capitalismo, que lo sitúa sin clases y con una visión desarrollista, contribuyó significativamente a una valoración profundamente errónea de la disolución de la URSS: un acontecimiento que impulsó a las fuerzas progresistas a considerar la historia de la primera revolución proletaria como un único gran error. La inmovilidad burocrática de aquella sociedad, aún más evidente ante el deslumbrante impulso que habían adquirido las sociedades capitalistas occidentales, facilitó la aceptación de esta versión. Ahora bien —debo señalar— que en aquel grandioso experimento que fue la Revolución de Octubre existieron limitaciones y errores iniciales, en parte vinculados a la inmadurez histórica de la situación rusa, en parte de índole teórica, que no pueden pasarse por alto. Quizás los más importantes fueron la exigencia de una economía totalmente administrada desde arriba y la abolición totalitaria del mercado. Este es un punto que deberemos abordar si queremos restablecer una sociedad socialista, pero interpretar la experiencia soviética desde la perspectiva occidental no solo es históricamente erróneo e injusto, sino que también ha facilitado la disolución de la izquierday ha conducido a las actuales aberraciones belicistas.

Es erróneo porque ignora los grandes logros sociales alcanzados durante esa época: escuelas y universidades abiertas a todos, sanidad gratuita y de calidad, transporte público asequible, alimentos asequibles (aunque mal distribuidos) y un ritmo de trabajo digno. Y la libertad de la miseria es, sin duda, una de las libertades más importantes. Un nivel de igualitarismo que hoy en día no puede sino admirarse, especialmente a la luz de las inmensas desigualdades en las que han caído las sociedades capitalistas. Hoy, la pobreza de la clase trabajadora y la esclavitud rural han resurgido. Recuerdo aquí que, durante la Guerra Fría, una perniciosa táctica comunicativa dominó Occidente. En lugar de comparar los problemas de la URSS con los de Occidente y viceversa, nuestros medios de comunicación comparaban las deficiencias soviéticas con los aspectos más exitosos de la sociedad estadounidense y europea. Así, en el imaginario occidental, esa sociedad ha quedado sepultada bajo el estereotipo unidimensional del poder censorio y antiliberal y la insuficiencia del aparato de distribución.

Además, la evaluación de las causas del colapso de la URSS adolece de un grave error, pues carece de una perspectiva de clase sobre los procesos y, más concretamente, de una perspectiva histórica. En efecto, la construcción del Estado soviético no puede abstraerse del contexto de los setenta años en que operó y, sobre todo, de las guerras, el sabotaje y las luchas políticas, culturales y mediáticas con las que Occidente intentó sofocarlo. El asedio comenzó el año de su fundación, 1918, con el estallido de la guerra civil y el envío de fuerzas expedicionarias europeas y estadounidenses para apoyar al Ejército Blanco. Casi siempre se olvida que la invasión de Hitler en 1941 también estuvo motivada por el deseo de sofocar al Estado comunista en ese país. Así pues, se ignora la importancia de aquella guerra para el desarrollo futuro de la sociedad soviética. Rusia no solo sufrió entre 20 y 27 millones de muertos, sino también un número incontable de personas mutiladas y discapacitadas, con las que la economía y la industria soviéticas, devastadas por los bombardeos alemanes, tuvieron que lidiar en la posguerra. Y fue contra un país tan debilitado que, a partir de 1945, bajo la administración Truman, Estados Unidos lanzó la Guerra Fría y la campaña anticomunista. Desde entonces, la URSS, que siempre había vivido con el síndrome del cerco, se vio obligada a malgastar inmensos recursos en políticas de armamento, desviando la inversión de las materias primas y distorsionando irreparablemente su economía con graves consecuencias sociales y políticas. Esto se prolongó durante casi 70 años. Naturalmente, esto no exime de responsabilidad a la anterior dictadura estalinista, ni a las casi dos décadas de inercia burocrática de Brézhnev, ni a los diversos errores de las clases dirigentes. Pero la historia de la URSS, que no es la historia de ningún país, sino de un Estado anticapitalista, un Estado socialista, no puede entenderse sin conocer la historia de la política exterior estadounidense, es decir, la lucha sistemática e implacable que libró contra ella el Estado capitalista más poderoso del planeta.

3. Los últimos líderes de los partidos comunistas y socialistas europeos no comprendieron el significado antisocialista y antiobrero de la victoria del mundo capitalista. Apreciaron y valoraron la conquista de las libertades formales y la ola de liberalismo que inundó aquella sociedad ineficiente, pero condenaron la memoria de ese país sin comprender nada, sin siquiera considerar la catástrofe que azotó a la sociedad rusa con la «apertura al mercado» durante la década de Boris Yeltsin. Una larga damnatio memoriaeque creó una fractura épica no solo con el pasado de Rusia, sino con toda la historia del movimiento obrero que comenzó en el siglo XIX. En consecuencia, cuando Vladímir Putin asumió la presidencia de la Federación, reviviendo un país devastado y anárquico, y pudiendo hacerlo únicamente mediante un proceso sistemático y autoritario de reconstitución del poder estatal, solo consideraron los elementos antiliberales de dicha operación. Olvidaron que el presidente ruso gobernaba ahora una sociedad capitalista abierta al mercado, hasta el punto de que en 2002 había solicitado el ingreso en la OTAN.

El abandono de las categorías de clase en el análisis social y la adopción de paradigmas neoliberales han llevado a exponentes e intelectuales de la izquierda residual a interpretar las presidencias de Putin como una reedición, con nuevas formas, del poder soviético: Putin como un Stalin moderno. Mientras tanto, la adquisición de una visión euroatlántica les ha impedido percibir la agresividad sin precedentes del imperio global en que se había convertido Estados Unidos: una potencia absoluta que exportó la democracia al mundo entero mediante bombas y que, tras ganar la Guerra Fría, pretendía desmantelar Rusia. Esto explica por qué la mayoría del frente democrático y de izquierda, tanto en Italia como en Europa, comprendió poco la guerra en Ucrania e interpretó la invasión de Putin que —como ahora sabemos gracias a una abundante bibliografía— fue provocada por el despliegue de la OTAN en sus fronteras y por el sonido de las bombas ucranianas en las regiones de habla rusa— como una expresión del revanchismo del «dictador de Moscú». Así pues, interpretar la respuesta armada de Ucrania a la invasión rusa como la resistencia de la democracia contra el Imperio fue la opción más fácil y reconfortante para ese frente político. Pero esta postura mayoritaria dentro de los partidos políticos, que ha llevado a muchos de sus líderes a converger en las mismas posiciones belicistas que gran parte de la derecha (e incluso a superarlas en fervor bélico), no solo ha contribuido a la actual derrota europea. Esta interpretación nos impide comprender el grandioso proceso de cambio en el equilibrio global que se está desarrollando.

El surgimiento del Frente BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái, que gobiernan gran parte de la población mundial, indica que los países occidentales ya no pueden saquear sus economías como lo han hecho durante los últimos cinco siglos. Se acabó. China, India, Brasil, Indonesia e Irán —a pesar de las sanciones estadounidenses—, con economías industriales pujantes y poblaciones jóvenes, están en vías de rápido desarrollo y desean negociar con las potencias tradicionales en igualdad de condiciones.

Pero eso no es todo. El escenario verdaderamente catastrófico para Estados Unidos y Europa es que la tendencia hacia la financiarización, inherente al capitalismo maduro, se verá aún más acentuada por la competencia insostenible de los países emergentes. Economías ficticias, desindustrialización, deuda pública, desempleo, burbujas especulativas a punto de estallar: este es el posible futuro para Estados Unidos y la UE. Algunos analistas confían en el uso de la inteligencia artificial para reactivar el proceso de acumulación. Pero el potencial económico de esta tecnología reside en generar riqueza con cada vez menos esfuerzo: se volverá insostenible en una sociedad organizada según las jornadas laborales del siglo XIX y dentro de la vieja lógica capitalista. Es la percepción, más o menos clara, de este futuro inminente lo que lleva a la desesperación a las élites occidentales, inadecuadas e improvisadas. El comportamiento despiadado de Trump, incluso contra las economías de sus aliados europeos, no es una expresión de su psicopatía, sino el fruto de la comprensión de la trampa en la que ha caído el Imperio. Es el león herido y rodeado el que ruge y ataca a diestra y siniestra.

4.Es desde esta perspectiva que debemos analizar los hechos y tratar de imaginar qué caminos podrían tomarse para una nueva visión estratégica de las fuerzas progresistas.

El primer error que debemos evitar es evaluar las fortalezas del Sur Global basándonos en sus sistemas internos. Si bien en gran medida están gobernados por regímenes iliberales, es preciso considerar solo si estos países, libres de la amenaza de un cambio de régimen liderado por Estados Unidos, pueden evolucionar hacia una dirección democrática y liberal. Nos guste o no, es una verdad histórica: nuestro liberalismo (y, más recientemente, nuestra democracia) se fundaron en la dominación de otras economías. Esto ha impedido que otros países alcancen nuestros propios logros. Por otro lado, resulta evidente que si se induce a algún Estado del Sur Global a considerar todo movimiento de protesta que surja en su seno como una amenaza a su seguridad (porque la CIA lo manipula secretamente para derrocarlo), la respuesta siempre será represiva. Y esto actualmente penaliza, y seguirá penalizando, el conflicto de clases en muchas regiones del planeta. Por lo tanto, la seguridad geopolítica de estos países favorece el desarrollo de partidos políticos y sindicatos, de fuerzas populares y democráticas.

Pero existe otra razón estratégica por la que deberíamos ver con buenos ojos este avance. Estos países aún conservan un inmenso legado que nosotros hemos perdido: la relativa autonomía política. Los Estados no se han privatizado, como ha ocurrido en Occidente. No han terminado en manos de una clase política vasalla al servicio de los intereses de los grandes grupos industriales y financieros. Bastaría con observar no solo a Trump, que entra y sale del mundo empresarial para ocupar la presidencia de Estados Unidos, sino también al canciller Merz, que pasó de BlackRock, el gigante de la gestión de activos, al liderazgo de Alemania, o a Draghi, trotamundos de las finanzas internacionales. La élite política, con la desaparición de los grandes partidos de masas, se ha convertido en una clase de intermediarios que, si quiere sobrevivir, debe servir a intereses más poderosos que los de un Estado soberano. Y no solo el Estado está sometido a intereses particulares, sino que la propia sociedad tiende a disolverse en la progresiva acumulación privada de sus recursos. Sin embargo, no ocurre así con los Estados que, indiscriminadamente y con una superficialidad pasmosa, despreciamos como autocráticos. Allí, la política, en la medida de lo posible, incluso en una economía sustancialmente capitalista, opera principalmente según la lógica pública, considerando los intereses colectivos del país.

Por lo tanto, la derrota de los grupos dominantes estadounidenses y de lo que queda de la UE, junto con la afirmación de un orden internacional cooperativo, constituye una condición indispensable para reabrir las perspectivas de un posible socialismo del siglo XXI. No solo porque, si el capital ya no encuentra condiciones favorables en países antes pobres, tendrá cada vez menos posibilidades de eludir el conflicto. No solo, pues, porque se creará el nuevo espacio supranacional común que la UE no nos ha garantizado. Sino porque esta es la primera base para llevar a cabo el ambicioso intento, brillantemente elaborado por Luigi Ferrajoli, de una constitución para la Tierra (Por una constitución de la Tierra , Feltrinelli, 2022) capaz de garantizar la paz y salvar la biosfera del colapso.

Y eso no es todo. Finalmente, Italia podría recuperar un estatus que perdió tras la Segunda Guerra Mundial: la soberanía (Luciano Canfora, Sovranità limitata , Laterza, 2023). Imaginen cuánto tiempo duraría, en las condiciones actuales, un gobierno popular que pretendiera gravar severamente las grandes fortunas y las rentas de la tierra, detener el saqueo de ciudades y territorio, nacionalizar servicios estratégicos, etc. La fuga de capitales se dispararía de inmediato, comenzarían los chantajes por parte de grupos financieros, proliferarían las campañas de difamación y se producirían atentados terroristas. Por lo tanto, recordamos a todos los demócratas atlantistas que la derrota de la OTAN en Ucrania y la reducción del imperio estadounidense son condiciones esenciales para que Italia recupere su soberanía, esa capacidad de decidir libremente su propio futuro que Estados Unidos le ha arrebatado durante casi 80 años.

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