Ana Pardo de Vera (PÚBLICO), 14 de Noviembre de 2025

La sentencia contra el fiscal general del Estado está escrita, da igual si lo declaran culpable o inocente. El objetivo de quienes han iniciado una operación a todas luces cutre y chapucera, pero efectiva cuando el objetivo es la oscuridad y la merde, que diría la reina Letizia, pueden darse por satisfechos: ante la falta de indicios -no digamos prueba de cargo- o algo que merezca semejante nombre, parece imposible que el Tribunal Supremo pueda acreditar la culpabilidad de Álvaro García Ortiz en el delito que se le imputa, el de revelación de secretos y, por tanto, condenarlo.
No conozco a nadie, dentro y fuera del Supremo -y créanme que los he buscado hasta en el infierno-, que pueda acreditar que el fiscal general filtró un correo secreto y cómo se produjo esa filtración. Al revés, todos los indicios y testimonios van en la dirección contraria: ni el mail era un secreto cuando García Ortiz tuvo aceso a él (la UCO no investigó a nadie más que al fiscal general pese a que los posibles receptores del correo eran cientos) ni existe nada parecido a una prueba material de la cadena de filtración o conversación/mensaje que apunte a ella. Sin delito, pues, no hay condena. Pero sí un daño incalculable, por supuesto, para la institución del Ministerio Público, y por descontado, para una democracia vapuleada ya por la desinformación, la ultraderecha y la antipolítica.
La cuestión, hoy, es que en todas partes y todo el tiempo son cada vez más las voces dispuestas a rasgarse las vestiduras por el deterioro institucional que conlleva, dicen, poner en cuestión al Supremo por aceptar este proceso inédito y a su juez instructor Hurtado; que García Ortiz no dimitiera sí o sí pese a la preeminencia de su inocencia, o que el presidente del Gobierno lo considere «inocente» en base a un proceso anormal de todo punto. A estas opiniones, que anteponen la pulcritud blanqueada de las hechuras institucionales a su funcionamiento democrático, yo no les llamo «equidistantes», muy superficial, sino «cómplices» de la antipolítica y la antidemocracia que nos rodea.
La historia se repite: hay instituciones cuyo desprestigio nunca puede ser achacado a sí mismas, porque son sagradas e intocables. Tenemos el caso del rey emérito, con sus 40 años de jefatura de Estado blindada y el resultado que todas conocemos, pero no nos es suficiente, por lo que parece. Defender la necesidad de un armazón institucional en democracia no convierte en ejercicio de fe ad infinitum la defensa de su funcionamiento; una maquinaria que, al fin y al cabo, pilotan seres humanos, con todas sus miserias y con solo algunas virtudes.
El periodismo, no obstante -y la decencia en general-, obliga a denunciar todo aquello que atente contra el funcionamiento de la democracia que nos ampara a todas y los derechos fundamentales que ésta conlleva, venga de donde venga; sea la Jefatura del Estado o sea la Presidencia de la Comunidad de Madrid, cuya máxima responsable ha sido elegida con mayoría absoluta en unas elecciones democráticas; ambas cosas son compatibles, como todo el mundo sabe, porque el uso rastrero de las instituciones, como la condición humana, no conoce límites.
Un juez del Tribunal Supremo ha emprendido una instrucción sin precedentes -y con sentencia incluida- contra un fiscal general del Estado que tuvo la mala fortuna de ser designado por Pedro Sánchez, la representación humana más moderna de todos los males del mundo, incluida la ley de amnistía a los independentistas catalanes líderes del procés y condenados/as por ese mismo Supremo en una usurpación de funciones políticas bendecida por un tal M. Rajoy, antecesor de Sánchez. El resultado, independientemente del dictado final de una sala segunda del Supremo politizada definitivamente –por «detrás» o por delante– es el que se pretendía: mentir y mentir para asfixiar los desmentidos y los hechos, para que nadie se crea nada y, mucho menos, la verdad.
Deja un comentario