DD Geopolitics, 12 de Noviembre de 2025

Una potencia mediterránea con 1700 kilómetros de costa.
Libia no es simplemente un país desértico con reservas de petróleo; es un gigante estratégico que ocupa el eje central del norte de África. Con una costa que se extiende a lo largo de más de 1700 kilómetros en el extremo sur del Mediterráneo, Libia mira directamente a Europa, posicionándose como guardián y amenaza a la vez. Esta costa es más larga que las de Egipto, Túnez y Argelia juntas, lo que convierte a Libia no solo en un país norteafricano, sino en un flanco sur crucial de Europa. Rutas comerciales, corredores energéticos, flujos migratorios y logística militar: todo transita por este espacio. Y en el corazón de este espacio se encontraba un hombre: Muamar el Gadafi.
Libia limita con seis países y es un centro de tránsito natural que conecta el África subsahariana con Europa y Oriente Medio. Cualquier Estado con influencia sobre Libia puede proyectar poder en todo el Sahel, amenazar la seguridad europea e influir en los mercados energéticos mundiales. Y Gadafi lo entendió mejor que nadie.
Aprovechó esta geografía para posicionar a Libia no solo como un Estado, sino como un punto estratégico clave. Bajo su liderazgo, Libia tenía el potencial de convertirse en un actor geopolítico importante, manteniendo el equilibrio entre África, el mundo árabe y Europa. Y esto lo convirtió en una figura peligrosa.
El líder árabe sin complejos: la imagen de Gadafi como desafío político
El vestuario de Gadafi nunca fue solo ropa. Era una declaración política. Lucía con igual soltura túnicas panafricanas, uniformes revolucionarios árabes y atuendos tribales libios. Su imagen formaba parte del mensaje: Libia no se definiría por fronteras coloniales. Su vestimenta, por sí sola, desafiaba las narrativas occidentales. Cuando Condoleezza Rice lo visitó, se negó a estrecharle la mano, lo que, más allá de la etiqueta cultural, representaba una postura geopolítica. Cuando Tony Blair lo visitó, Gadafi se sentó con las piernas cruzadas, impasible, indiferente ante la pompa de la diplomacia occidental. Al llegar a Roma para la cumbre del G8, lució con descaro una fotografía del legendario héroe de la resistencia libia, Omar al-Mukhtar, encadenado junto a sus colonizadores fascistas italianos, ahorcado en 1931.
Esta era la esencia de Gadafi: un teatral autoproclamado «Rey de Reyes de África», «Decano de los Gobernantes Árabes» e «Imán de los Musulmanes», cuyos títulos eran a la vez burla y provocación. Pero tras la apariencia se escondía una realidad sólida. La Libia de Gadafi no era un régimen títere. Era una plataforma soberana que amenazaba la hegemonía occidental, especialmente en África.
La guerra de Occidente contra la soberanía libia: de la década de 1980 a 2011
La agresión occidental contra Libia no comenzó en 2011. En 1986, Estados Unidos bombardeó Trípoli y Bengasi, atacando directamente a Gadafi. Ese mismo año, aviones estadounidenses se enfrentaron en combates aéreos sobre el Golfo de Sirte, lo que llevó a Gadafi a trazar la llamada «Línea de la Muerte» y provocó la destrucción de un F-14. Washington presentó a Libia como un estado paria, pero la realidad era más compleja. Libia resistía la creciente influencia estadounidense y francesa en África. El conflicto en Chad, desencadenado por disputas fronterizas coloniales, se convirtió en otra guerra subsidiaria. Libia intervino, buscando redefinir las fronteras africanas y eliminar el control francés. El resultado: una larga y sangrienta confrontación con profundas motivaciones geopolíticas.
El sueño árabe: el panarabismo revolucionario de Gadafi y su colapso
Antes de que Muamar Gadafi se volcara hacia el sur, hacia África, miró hacia el este: hacia El Cairo, Damasco, Bagdad. Fue un hijo del momento revolucionario del mundo árabe, criado en el crisol ideológico encendido por Gamal Abdel Nasser. El panarabismo no era una política para Gadafi; era su destino. No se limitó a adoptar el nasserismo, sino que lo heredó, lo interiorizó y lo proyectó más allá de lo que la mayoría se atrevió.
Desde que tomó el poder en 1969, Gadafi convirtió la unidad árabe en la piedra angular de su proyecto político. Desmanteló bases militares occidentales, nacionalizó el petróleo y declaró que la riqueza de Libia pertenecía no solo a los libios, sino a todos los árabes. Invirtió grandes sumas de dinero en Palestina, en medios de comunicación panárabes y en centros de adoctrinamiento ideológico. Su mensaje era simple: el mundo árabe solo podría prosperar si permanecía unido, libre de la ocupación extranjera, del retroceso monárquico y de la fragmentación sionista.
Intentó forjar acuerdos de unidad con Egipto, Siria, Sudán, Túnez e incluso Marruecos. Todos fracasaron. En cada ocasión, Gadafi se topó con la traición o la indecisión. Los regímenes árabes, atados por la inseguridad dinástica y la dependencia extranjera, se resistían a la unidad cada vez que esta se vislumbraba demasiado cerca. El sueño de una nación árabe unificada fue sustituido por cumbres, eslóganes y silencio.
Pero Gadafi jamás abandonó esa idea. Enarboló la bandera palestina con más orgullo que la mayoría de los líderes árabes, insistiendo en que Palestina no era una causa, sino LA causa. Ofreció armas, entrenamiento y apoyo financiero directo a diversas facciones palestinas, considerando la lucha contra el sionismo no como un acto de caridad, sino como una responsabilidad de la dignidad árabe. Mientras otros normalizaban sus relaciones, él se radicalizaba. Mientras otros susurraban, él rugía.
Gadafi también intentó revitalizar la independencia estratégica árabe por medios económicos y militares. Imaginó un dinar de oro árabe para comerciar petróleo fuera del dólar. Habló de un sistema satelital árabe que rivalizara con la vigilancia occidental. Propuso un ejército árabe conjunto. Ninguno de estos proyectos se materializó. El mundo árabe se había fragmentado demasiado, estaba demasiado temeroso y era demasiado dependiente.
Así pues, desilusionado por la parálisis árabe y rodeado de hipocresía regional, Gadafi se volvió hacia África, no para abandonar la causa árabe, sino para preservar su espíritu en un nuevo terreno. Su panafricanismo fue, en muchos sentidos, una continuación de su panarabismo fundado en la soberanía, la dignidad y la resistencia antiimperialista.
Sin embargo, el fracaso del panarabismo siguió siendo la herida más profunda. Simbolizó el colapso del impulso poscolonial del mundo árabe. Y reveló el verdadero orden geopolítico, uno en el que la unidad árabe no solo se desalentaba, sino que se desmantelaba sistemáticamente.
La silenciosa dependencia de Europa y su temor a Libia
Pocos lo comentan, pero Europa temía a Gadafi y, al mismo tiempo, lo cortejaba. Italia dependía de él para contener la llegada masiva de migrantes. Sarkozy, de Francia, supuestamente recibió financiación suya durante su campaña presidencial de 2007. Los líderes europeos se apresuraron a cerrar acuerdos petroleros, ventas de armas y contratos de infraestructura. Sonreían a Gadafi, pero temían el potencial de una Libia capaz de actuar con independencia, resistir al FMI y movilizar la unidad africana.
Y Gadafi se valió de este miedo. Controlaba los flujos migratorios hacia Europa como si fueran un grifo. Una sola amenaza de abrir las fronteras bastaba para que los diplomáticos de la UE entraran en crisis. Libia no era solo una frontera, era una herramienta de presión.
La jugada africana: la visión estratégica de Gadafi para un continente sin ataduras
Muamar Gadafi no solo soñaba con un mundo árabe unido. Iba acompañado de una visión más amplia y audaz, que se extendía hasta el corazón del continente africano. Mientras la unidad árabe seguía siendo esquiva, a menudo saboteada por regímenes rivales, la injerencia extranjera y las traiciones internas, Gadafi dirigió su mirada hacia el sur. Allí, en el corazón de África, vislumbró tanto un vacío de liderazgo como una reserva de poder sin explotar.
No hablaba de caridad, sino de liberación. No imaginaba a África como un continente dependiente digno de lástima, sino como una potencia dormida que debía organizarse. Para él, el futuro del poder global no residía solo en las reservas de petróleo ni en los arsenales militares, sino en la población, la cultura y la capacidad de las naciones para hablar con una sola voz. Por eso invirtió la riqueza petrolera de Libia en instituciones panafricanas. Financió la Unión Africana, impulsó la creación de una moneda única africana respaldada por oro y propuso la creación de un banco central africano. Visualizaba una fuerza militar africana unificada, una OTAN africana que defendiera la soberanía, no que la comprometiera.
Estas no eran ideas utópicas. Eran bombas de relojería políticas, especialmente para Occidente. Un continente que ya no dependiera del FMI ni del Banco Mundial, un continente que no utilizara el franco CFA ni el dólar, era una pesadilla para los guardianes de la hegemonía financiera global. Unos «Estados Unidos de África» bajo la guía espiritual de Gadafi habrían transformado el orden mundial, convirtiendo a África en un bloque negociador y no en un mendigo en los asuntos internacionales.
No sorprende, pues, que muchos líderes africanos lo llamaran el «Rey de Reyes». Gadafi también se vistió acorde a su papel, ataviado con túnicas árabes y atuendos africanos bordados en oro; sus vestimentas se convirtieron en una extensión de su ideología política. Sus gestos simbólicos eran más que una simple puesta en escena; eran declaraciones de desafío en un mundo que exigía sumisión.
Invirtió miles de millones en proyectos de infraestructura, redes de telecomunicaciones y universidades en toda África subsahariana. Su influencia se extendía desde Malí hasta Níger, desde Chad hasta Sudáfrica. Y mientras algunos lo acusaban de clientelismo, otros conocían la historia de fondo: Gadafi estaba construyendo un legado continental que buscaba eludir a los guardianes del viejo mundo.
Sin embargo, esta visión tuvo un precio. Francia, en particular, veía la creciente influencia de Gadafi en sus antiguas colonias como una amenaza para su imperio poscolonial. La incursión en Chad, las complejas guerras subsidiarias en el Sahel y la creación de alianzas de inteligencia africanas independientes de París hicieron sonar las alarmas en el Palacio del Elíseo. La decisión de la OTAN de destruir Libia en 2011 debe interpretarse no solo como una intervención humanitaria, sino como una corrección geopolítica, un ataque preventivo contra la soberanía africana que crecía con demasiada rapidez y bajo una bandera equivocada.
Y así, el sueño africano de Gadafi se convirtió en otro clavo en el ataúd. Un sueño demasiado ambicioso para un mundo construido sobre la división. Una amenaza demasiado peligrosa para quienes se benefician de la debilidad de África.
2011: El regreso de la mentalidad colonial
La Primavera Árabe ofreció una oportunidad idónea para las capitales occidentales. Con el pretexto de proteger a la población civil, la OTAN lanzó una extensa campaña de bombardeos en 2011, dirigida contra la infraestructura libia, las defensas aéreas y el propio Gadafi. El objetivo era un cambio de régimen, pero el motivo era más profundo: impedir que Libia se consolidara como un actor geopolítico independiente. Los centros de pensamiento occidentales comprendieron la amenaza que representaba Libia, no en términos militares, sino ideológicos y estratégicos. La Libia de Gadafi estaba forjando alianzas en toda África, cuestionando las ortodoxias financieras y manteniendo una posición estratégica en el Mediterráneo.
No fue casualidad que la Primavera Árabe derrocara a los regímenes más independientes de la región. Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen, si bien imperfectos, representaban proyectos nacionales con soberanía local. Libia fue la joya de esta contienda. Para 2011, su PIB per cápita rivalizaba con el de los países de Europa del Este. La educación, la sanidad y la vivienda estaban garantizadas. Libia no tenía deuda externa y había emprendido proyectos de inversión en África sin recurrir a los bancos occidentales.
Libia en un mundo multipolar: una amenaza para el orden unipolar
En el emergente mundo multipolar actual, el lugar natural de Libia habría estado entre las potencias soberanas no alineadas. Su riqueza petrolera, su vasto territorio desértico y su independencia ideológica la convertían en una candidata ideal para una coalición afroárabe contra la hegemonía occidental. Si Libia hubiera continuado su proceso de normalización posterior a 2003, reabriendo sus puertas a los mercados globales y manteniendo su autonomía, podría haber constituido un poderoso contrapeso en el Mediterráneo. Gadafi lo vislumbró, buscando el equilibrio entre Moscú, Pekín y Occidente, pero sin ceder jamás ante ninguno.
Ese era el peligro: una Libia fuera del ámbito occidental, alineada con potencias emergentes e inspirando a otros estados árabes y africanos a resistir.
El rompecabezas libio de hoy: entre la soberanía y la fragmentación
El mariscal Jalifa Haftar, miembro del Movimiento de Oficiales Libres, figura clave de la Revolución de Al Fatah de 1969 y colaborador de Gadafi, se enfrenta a un Estado fragmentado que controla la mayor parte del territorio libio, mientras que administraciones rivales se mantienen en Trípoli y otros enclaves occidentales. Haftar cuenta con apoyo regional, especialmente de Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, y ha cultivado relaciones con Rusia. Su popularidad va en aumento, sobre todo en el este de Libia. Sin embargo, el país sigue dividido, sus instituciones son débiles y su soberanía está en entredicho.
Así pues, la pregunta sigue en pie: ¿cuál es el destino de Libia? ¿Resurgirá como una potencia árabe-africana soberana o seguirá siendo una zona de amortiguamiento gestionada por actores extranjeros? ¿Recuperará la visión de Gadafi o se verá reducida a feudos tribales y guerras subsidiarias?
Una cosa está clara: Libia es demasiado importante para ignorarla, demasiado peligrosa para dejarla sola y demasiado rica para dejarla en manos de su pueblo. Por eso el mundo derrocó a Gadafi y por eso su fantasma aún ronda los pasillos del poder occidental.
Deja un comentario