Gaceta Crítica

Un espacio para la información y el debate crítico con el capitalismo en España y el Mundo. Contra la guerra y la opresión social y neocolonial. Por la Democracia y el Socialismo.

La soberanía: una mercancía estadounidense

Evgeny Morozov (Le Monde Diplomatique), 1 de Noviembre de 2025

Por todo el mundo hay gobiernos que gastan dinero a espuertas para desarrollar una “inteligencia artificial soberana”: un oxímoron, habida cuenta de lo mucho que depende esta tecnología de las industrias estadounidenses. Favorecida por las tensiones internacionales, la soberanía se ha convertido en una mercancía que rivaliza con el oro, las criptomonedas o los coches de lujo.

JPEG - 29.3 KBMEHDI GHADYANLOO. — Escape to Destiny (‘Escapar al destino’), 2016

El pasado febrero, el presidente francés Emmanuel Macron anunció una nueva etapa en la “estrategia nacional para la inteligencia artificial”: un plan de 109.000 millones de euros de inversiones privadas en las que participan fondos soberanos emiratíes, fondos de pensiones canadienses, capital de inversión estadounidense y grandes empresas nacionales, como Iliad, Orange o Thales. Pero estas últimas funcionan, sin excepción, gracias a procesadores gráficos (GPU) Blackwell de Nvidia, el gigante estadounidense que diseña los semiconductores más usados en el sector de la IA y que lidera la clasificación mundial de empresas por capitalización bursátil. El Reino Unido hizo lo propio en septiembre al lanzar su Tech Prosperity Deal por un valor de 150.000 millones de libras (172.000 millones de euros), y Alemania se apresuró a seguir su ejemplo. El guion se repitió en Oriente Próximo y en el sudeste asiático con miríficas promesas de romper con la dependencia de las tecnologías estadounidenses por medio de la compra de microchips estadounidenses en condiciones decididas por estadounidenses. “Soberanía”: dícese del privilegio de extender cheques a Estados Unidos en la moneda propia.

Lo cierto es que el presidente de Nvidia se esfuerza lo suyo para alimentar este delirio colectivo. Ataviado con esa eterna cazadora de cuero que le da cierta pinta de coach motivacional para directores de concesionarios de Harley-Davidson, Jensen Huang desarrolla el mismo sermón cumbre tras cumbre: “Sean propietarios de los medios de producción de su inteligencia”. Sentados frente a él, los ministros de Finanzas asienten devotamente con la mirada vidriosa de los deudores que renuncian a leer la letra pequeña de los créditos que se aprestan a firmar. El camino hacia la salvación se desprende de sus palabras: compren nuestros microchips y desháganse de la tiranía de OpenAI y su producto estrella, ChatGPT.

Lo que el profeta se abstiene de precisar desde lo alto de su púlpito es que Nvidia prevé invertir 100.000 millones de dólares precisamente en el Leviatán que su doctrina de la soberanía afirma querer neutralizar. Y la parranda de capitales acaba en incesto, ya que de cada 10.000 millones inyectados en OpenAI, Nvidia recupera 35.000 en compras de microchips: un circuito cerrado tan bien engrasado que crea su propio movimiento perpetuo (1). Es más, los microchips de Nvidia ni siquiera se venden, sino que se alquilan (2).

Paralelamente, OpenAI pone sus huevos en la cesta del principal competidor de Nvidia, AMD, a la vez que maquina la firma de acuerdos sobre infraestructuras que, a largo plazo, deberían brindarle una potencia eléctrica equivalente a la de veinte reactores nucleares, todo ello por la módica suma de un billón de dólares. La recursividad de estos apaños pondría verde de envidia hasta al mejor arquitecto de estafas Ponzi, esas pirámides financieras fraudulentas que remuneran a los clientes con los fondos aportados por los recién llegados. Con sus 1,2 billones de dólares, el endeudamiento del sector de la IA supera ya al del sector bancario: bienvenidos a la segunda temporada de la crisis de 2008, con el silicio en el papel de las hipotecas basura.

Ni siquiera los idólatras del mercado logran completar la cuadratura del círculo. Según las previsiones de Morgan Stanley, los gastos en centros de procesamiento de datos (data centers) llegarán a los 2,9 billones de dólares de aquí a 2028. Por más que los gigantes del sector tecnológico se sienten sobre reservas de liquidez que superan la mayor parte de los presupuestos nacionales, solo disponen de 1,4 billones: tendrán que pedir prestados los 1,5 billones restantes (3). ¿A quién? Pues a Blackstone, Apollo o Pimco, fondos de inversión convertidos en consumados artistas de la ingeniería financiera y sus proezas, como el “crédito privado”, relativamente recientes y de lo más lucrativas. La soberanía, ya hipotecada a los microchips de Nvidia, lo está también a las líneas de crédito de Wall Street.

¿Y qué hay de Washington? Desde el punto de vista de la hegemonía estadounidense, el timo de la “IA soberana” no tiene nada de nuevo, sino que es el último acto de una obra cuyo guion lleva más de un siglo escribiéndose. La diplomacia del petróleo sustituyó a la del dólar, antes de ser reemplazada a su vez por la diplomacia del procesador. Aunque cada etapa resulte más barroca que la precedente, es posible encontrar dos constantes: el Estado y el capital estadounidenses, bailando agarrados un vals interminable.

Vicisitudes del anarcocapitalismo

El primer acto comienza en los albores del siglo XX. El Gobierno estadounidense prometió entonces a los países de América Latina que la prosperidad económica y el saneamiento de sus finanzas les garantizarían la estabilidad política. En la década de 1900, Theodore Roosevelt se valió de esta excusa para poner las aduanas dominicanas bajo tutela estadounidense. Nicaragua corrió la misma suerte en 1912 por medio de un préstamo concedido por el banco Brown Brothers: el grueso de sus ingresos aduaneros embarcaba en dirección a Manhattan. Washington respondió a los nicaragüenses que se resistían a ser tratados como una mera sucursal estadounidense enviándoles a los marines: el país fue ocupado durante 21 años (de 1912 a 1933) y llegó a haber desplegados hasta 4000 soldados estadounidenses. El semanario The Nation publicó en 1922 un editorial en el que se denunciaba la “República de los Brown Brothers”: una formulación profética, a tenor de lo que pasó después.

El segundo acto se puso en escena por primera vez en 1974, tres años después de que Richard Nixon renunciara a la convertibilidad del dólar en oro y devaluara la moneda estadounidense. Henry Kissinger les propuso a los saudíes una oferta disfrazada de diplomacia: facturen su petróleo al precio que les venga en gana, pero solo en dólares, e inviertan sus beneficios en bonos del Tesoro estadounidenses. Este pacto secreto se vio acompañado de garantías implícitas de seguridad, dando por sentado que todo incumplimiento del mismo sería considerado un acto de guerra. Entre 1974 y 1981, una parte sustancial de los 450.000 millones de dólares en excedentes acumulados por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) fue, por consiguiente, reinvertida en la economía estadounidense. Petrodólar tras petrodólar, Estados Unidos fue reconstruyendo su supremacía monetaria. Esa vez no hubo necesidad de importunar a los marines.

El tercer acto aún se está escribiendo, pero la envergadura de las operaciones ya supera todo lo visto hasta ahora. Tras los plátanos y los barriles, con lo que se comercia ahora es con la potencia informática, es decir, la capacidad bruta de procesamiento de datos que permite a las máquinas hacer sus cálculos en menos tiempo de lo que tarda un banco central en enchufar la imprenta de billetes. La República de los Brown Brothers ha dado paso a la República de Nvidia.

Parte de los flujos transita por las criptomonedas. Ya se emitan en Dubái o São Paulo, todo stablecoin debe estar respaldado por bonos del Tesoro estadounidenses. Con una desfachatez que no deja de ser admirable a su modo, el italiano Paolo Ardoino, presidente-director general (PDG) de Tether, se ufana de que sus tokens digitales son “el instrumento más eficaz para la hegemonía del dólar”. La verdad es que su empresa posee 120.000 millones de dólares en deuda estadounidense. El pasado julio, Donald Trump firmó la Genius Act, que instaura un marco legal para estas divisas digitales y brinda al presidente la pátina antisistema de las criptomonedas… para consolidar el sistema contra el que afirma luchar. ¿Quién hubiera dicho que el anarcocapitalismo acabaría respaldando el déficit federal?

La trama secundaria de las criptomonedas desvía nuestra atención del atraco que se está llevando a cabo ante nuestras narices, ya que son los modelos de IA los que engullen la mayor parte de las capacidades de cálculo mundiales. Y los microchips de Nvidia les son tan vitales como lo era el crudo saudí para las refinerías o los aranceles nicaragüenses para los Brown Brothers. Hablar de una “IA soberana” no tiene más sentido que proclamar el fin de la dependencia alemana del petróleo solo porque Exxon ha rebautizado con el nombre de “Surtidores de Libertad” todas las estaciones de servicio Esso de la Autobahn (la red de autopistas del país).

La estratagema de Washington sería puro cinismo de no tener tan pasmosos resultados. Para empezar, se crea una crisis de soberanía: sospeche usted de los microchips chinos, los servicios en la nube estadounidenses son la única opción fiable, sus centros de datos son vulnerables… Luego, se vende el remedio con unos beneficios dignos de un laboratorio farmacéutico. En Europa, las infraestructuras informáticas que supuestamente alimentarán la “IA soberana” se pondrán en pie gracias a las inversiones de BlackRock y del fondo emiratí MGX, un vástago del sistema del petrodólar. Mismos capitales llegados del Golfo y mismas maniobras de intermediación: lo único que cambia es la mercancía. Con los “tecnodólares”, el reciclaje mete la primera y los márgenes de beneficio no se cuentan por centésimas, sino por centenares de puntos porcentuales.

Las restricciones sobre las exportaciones han suplantado a los cañoneros; Washington ya no tiene a los puertos en el punto de mira, pero mantiene el dedo apoyado en el interruptor de los clústeres de servidores. Para proteger la arquitectura financiera, hay que enseñar los dientes.

Así, a principios de 2024, se instó a la empresa neerlandesa ASML —la única del mundo que fabrica máquinas de litografía ultravioleta extrema (UVE) usadas para grabar los microprocesadores más avanzados— a no seguir proveyendo a su clientela china, so pena de perder el acceso a los programas estadounidenses y ver cómo sus escáneres se convierten en pisapapeles de 200 millones de dólares. Al principio la empresa salió bien parada, ya que los clientes se apresuraron a hacer sus últimos pedidos: el volumen de negocio con China pasó del 29% en 2023 al 36% en 2024. Pero el contragolpe no se hizo esperar: en este 2025, ASML prevé que sus ingresos procedentes de China sean del 20%. Entre la espada de las directivas estadounidenses y la pared de las restricciones de Pekín sobre las exportaciones de tierras raras, el fabricante avisa ya de que se producirán retrasos “de varias semanas” (Bloomberg, 10 de octubre de 2025).

El Gobierno neerlandés decidió por su propia cuenta —o tal vez alentado por Washington— ir un paso más allá. El 12 de octubre, tres días después del anuncio de las restricciones sobre las tierras raras, tomó el control de Nexperia, un fabricante chino de microchips instalado en los Países Bajos desde 2019. ¿El pretexto? “Graves deficiencias de gobernanza” que justificaban el recurso a la intervención de la empresa. Un tribunal ordenó la incautación de los activos de Nexperia, así como la destitución de su director ejecutivo, Zhang Xuezheng, y su sustitución por un director “no chino” dotado de un derecho de voto decisivo. La gestión de la empresa se ha confiado a un administrador independiente. Un golpe maestro: Nexperia ha advertido que ya no garantiza el suministro de microprocesadores, y la escasez amenaza a la industria automovilística alemana…JPEG - 238.6 KBMEHDI GHADYANLOO. — Deadened Profits (‘Beneficios amortiguados’), 2017

Biológicamente estadounidenses

El fervor antichino no empezó con la era Trump. Ya en 2024, la secretaria de Comercio del presidente Joseph Biden, Gina Raimondo, se lo explicó sin ambages a las autoridades de los Emiratos Árabes Unidos (EAU): su gigante tecnológico, G42, debía “elegir entre Estados Unidos y China”. Nada de diversificarse o de protegerse de riesgos: hay que elegir. Los servidores de G42 fueron privados de sus componentes Huawei, con un valor comprendido entre 1700 y 2000 millones de dólares (4), tras lo cual Microsoft ofreció a G42 una inversión de 1500 millones de dólares: una especie de indemnización por su apostasía. De todos modos, en virtud de la Cloud Act, los servicios en la nube “soberanos” de G42 siguen siendo biológicamente estadounidenses: los datos están en Abu Dabi; los tribunales competentes, en Virginia.

Por lo demás, esta ley vuelve risible el propio concepto de soberanía. Durante su declaración ante el Senado francés en junio de 2025, se le pidió al director de Relaciones Institucionales de Microsoft Francia si podía confirmar que los datos de los ciudadanos franceses nunca serían transmitidos al Gobierno estadounidense sin el permiso de París. Su respuesta mereció la medalla de oro a la candidez: “No puedo garantizarlo”.

Pero Washington tiene más herramientas en su maletín. La directiva Foreign Direct Product Rule (o FDPR) extiende la soberanía estadounidense hasta el nivel del átomo. Basta con que un microchip, una oblea o un tornillo haya estado una vez en presencia de una línea de código o de un fondo de investigación estadounidense para que se aplique la extraterritorialidad del derecho. Pero, si buscamos bien, podemos encontrar ejemplos aún mejores; así, la Chip Security Act —un proyecto de ley presentado en mayo de 2025— puede volver obligatoria la instalación de sistemas de geolocalización en los microchips Nvidia H100 y B200: verdaderas puertas traseras (back doors) de silicio, como un GPS para los GPU. La arquitectura de vigilancia que los países occidentales acusaban a Huawei de haber puesto en práctica se convertiría, de salir adelante, en una política federal, pero solo para los microchips estadounidenses.

Dadas las circunstancias, cabe preguntarse qué celebra exactamente Emmanuel Macron cuando aplaude los contratos firmados por Mistral AI con Nvidia y habla, como hizo el pasado 11 de junio, de “luchar por la soberanía” codo con codo con Jensen Huang. Un presidente francés convertido en representante comercial, pero no por verse obligado a ello, sino por afán estratégico: el último estadio evolutivo de la coacción.

¿Quién se afana por lograr que este imperio funcione? Ya no son los soldados (eso se queda para los países pobres), sino las élites locales. Y se ocupan de ello con un entusiasmo que sacaría los colores hasta a un administrador colonial. La lógica es irrefutable: en un mundo monopolístico, diversificar es suicida; la única opción racional consiste, pues, en colocarse como representante titular del monopolio. Mao Zedong designaba con el término de “burguesía compradora” a la clase que se había enriquecido haciendo de intermediario entre los capitales extranjeros y la economía nacional. La potencia de cálculo ha sucedido al opio, pero los márgenes de beneficio siguen siendo igual de jugosos.

La palma se la lleva la entidad japonesa SoftBank. Tras su conversión, este banco —que antaño dirigía los ahorros de los ciudadanos a empresas japonesas— ha decidido invertir 48.000 millones de dólares en IA estadounidense (como Nvidia, OpenAI o Ampere) pese a que su liquidez se limita a 31.000 millones. La diferencia se cubrirá a fuerza de endeudamiento. Cuando SoftBank sondeó a los bancos japoneses pidiéndoles 13.500 millones de dólares para financiar su próxima orgía estadounidense, estos le ofrecieron el doble.

¿Y qué decir de Deutsche Telekom? Mientras que su predecesora, Deutsche Bundespost, servía a la economía alemana tendiendo cables, ahora promete tener su propia “computación en la nube de IA industrial” alimentada por diez mil microchips Nvidia diseñados en Santa Clara, fabricados en Taiwán y registrados en Delaware. Berlín posee el 32%; los fondos de inversión, el 68%. Una soberanía de mera fachada y beneficios que invariablemente fluyen hacia el oeste.

La vía china

Hasta los recalcitrantes de toda la vida acaban por ceder. Gigantes chinos como ByteDance, Alibaba o Tencent, que se supone que comparten las prioridades estratégicas de Pekín, atesoran discretamente microchips de Nvidia de contrabando pese a las presiones de las autoridades, los imperativos de seguridad nacional y la existencia de equivalentes más baratos (aunque de menor calidad) fabricados por Huawei.

Por avezados que estén en estas lides, a veces los estadounidenses se van de la lengua. El pasado 15 de julio, el secretario de Comercio Howard Lutnick hizo unas declaraciones en Pittsburgh en las que ofrecía una versión sin edulcorar de la doctrina norteamericana: “Hay que vender lo suficiente a los chinos para que sus desarrolladores se vuelvan adictos a la tecnología estadounidense”. Pekín respondió sin apresurarse, pero a lo grande. En septiembre, el regulador chino convocó a Huawei, Cambricon, Alibaba y Baidu para proceder a una evaluación técnica: comparar el rendimiento de los microchips chinos con el de los productos de Nvidia no sujetos a restricciones de importación, como el modelo H20. Veredicto inmediato y ratificado en las altas esferas: las tecnologías nacionales dan la talla. Todos los pedidos a Nvidia que permanecían en suspenso fueron anulados. Ni negociaciones, ni proyecciones de resultados, ni periodo de transición. Y un mensaje entre líneas: para quien no transige sobre su soberanía, las reglas ajenas carecen de importancia.

En enero, Pekín había lanzado su bomba: DeepSeek, un bot conversacional extremadamente efectivo y menos glotón en materia de consumo de energía que su competidor ChatGPT. La proeza no estaba tanto en el avance tecnológico como en su simbolismo político: el Partido Comunista puenteó a esa “burguesía compradora” interesada en que China siguiera sometida a las infraestructuras estadounidenses. Se ve que alguien había releído atentamente a Mao.

No obstante, la historia de la fabricación de los chips Ascend 910B —presentados como la columna vertebral de las futuras IA chinas— matiza el discurso oficial (5). Se cree que Huawei sorteó las sanciones estadounidenses y se hizo, por medio de empresas pantalla, con más de dos millones de circuitos grabados por la taiwanesa TSMC que integró en sus chips. Como revelaron los análisis de TechInsights, estos contienen también componentes de memoria de Samsung y SK Hynix. La imposición del producto local se logró más a pesar de la dependencia material que en virtud de la autosuficiencia. Pekín prefirió la producción forzada antes que una subordinación consentida. La voluntad política prevaleció sobre la optimización de la cadena logística.

Y eso es precisamente lo que hace que la experiencia china sea tan difícil de reproducir. Si el director de SoftBank quiere enviar 40.000 millones de dólares a California, Tokio no puede sino aplaudir y subvencionar. Cuando Deutsche Telekom pinta Microsoft Azure con los colores de la bandera alemana, Berlín se encoge de hombros y sigue llamándolo “soberanía”. Pero cuando Pekín decide acabar con una dependencia, los emisarios del Partido instalados en todas las juntas directivas no pierden el tiempo discutiendo sobre los “intereses nacionales”: se limitan a traducir la decisión en votos. Los bancos estatales que, con sus 95.000 millones de dólares, participan en el llamado Big Fund chino no tienen que responder ante accionista alguno; los fabricantes de semiconductores prosperan en tierras expropiadas por decreto; y los costes de esta estrategia —menor eficacia, lentitud de los nodos, riesgo de contrabando, escasez de memorias…— se absorben en balances contables que se proyectan sobre las próximas décadas, no sobre los próximos trimestres.

La “diplomacia del procesador”
El funcionamiento institucional chino poco tiene de especialmente exótico; se limita a poner en práctica un principio que la mayoría de los Estados ha abandonado: la posibilidad de hacer que prevalezcan los intereses nacionales sobre los privados. Los integrantes de la “burguesía compradora” no son malhechores que desafían a sus gobiernos: sus intereses se alinean con los del poder hegemónico y los llevan a defender y allanar el camino a la “diplomacia del procesador” estadounidense. Someterlos supone emprenderla con un sistema que ha hecho de la “compradorización” una solución lógica. No se trata, por consiguiente, de una cuestión de normativa, sino de ruptura geopolítica. Y de ahí la pregunta existencial que se plantea por todo el mundo, de Berlín a Brasilia, de Kuala Lumpur a Johannesburgo: cuando el precio de la alianza es la subordinación permanente, ¿vale la pena apostar por ella?

Acceder a los mercados, las tierras raras y los modelos de IA chinos implica rechazar la alternativa binaria impuesta por Washington —o ellos o nosotros, dependencia o aislamiento, integración o exilio—, pero también aceptar las consecuencias de ese rechazo: fugas de capitales, activos congelados, una arquitectura de seguridad que se vuelve hostil, zanahorias que se convierten en palos… En el caso de muchos Estados, lo que falta no es la capacidad para decir no, sino la voluntad de soportar lo que venga después.

Esa es la razón por la que se seguirán firmando cheques a nombre de la República de Nvidia. Y, en algún lugar de Santa Clara, una cazadora de cuero, metamorfoseada en ser sintiente por obra y gracia de los beneficios, ya está pergeñando su próximo sermón ante algún Gobierno dispuesto a confundir palabrería comercial y estrategia geopolítica.

Deja un comentario

Acerca de

Writing on the Wall is a newsletter for freelance writers seeking inspiration, advice, and support on their creative journey.