Gaceta Crítica

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Israel busca redención en las ruinas de Gaza.

Abdaljawad Omar (MONDOWEISS), 28 de Octubre de 2025

A lo largo de la guerra de Gaza, Israel ha debatido cómo llamarla. El ejército dice «Guerra del 7 de Octubre», mientras que Netanyahu prefiere «Guerra de Redención». Lo que está claro es que Israel cree que solo puede resolver su ciclo de crisis actual mediante la violencia genocida.

Palestinos regresando a sus hogares en la zona de Nafaq, ciudad de Gaza, durante el alto el fuego entre Israel y Hamás, el 11 de octubre de 2025. (Foto: Omar Ashtawy/APA Images)Palestinos regresando a sus hogares en la zona de Nafaq, ciudad de Gaza, durante el alto el fuego entre Israel y Hamás, el 11 de octubre de 2025. (Foto: Omar Ashtawy/APA Images)

Desde el estallido de la guerra genocida de Israel, ha existido una curiosa preocupación en el discurso político israelí por encontrarle el nombre adecuado. Al parecer, cada campaña debe ser bautizada con un apelativo que le dé coherencia narrativa. El nombre elegido desde el principio, «Espadas de Hierro», estaba impregnado del lenguaje de la fuerza y ​​relucía con la metalurgia simbólica de la estatalidad y la defensa. También evoca un pasado tanto mítico como ideológico: el «Muro de Hierro» que ha sustentado durante mucho tiempo la doctrina sionista y la fantasía de una seguridad inquebrantable mediante la dominación permanente. 

Sin embargo, la proliferación del hierro en el discurso es, paradójicamente, una señal de su corrosión. ¿Qué revela esto sobre un Estado que, tras 75 años de existencia, sigue insistiendo en luchar por su independencia? ¿O aún tiene que recordarse el hierro que importa de Estados Unidos y lo usa contra los cuerpos palestinos? 

Los nombres son instrumentos de significado, y en Israel se han convertido en campos de batalla de interpretación. La lucha por el nombre de esta guerra revela una lucha más profunda sobre su propósito. El primer ministro Netanyahu propuso recientemente renombrarla como «Guerra de Redención», un gesto a la vez desesperado y teológico, que busca transfigurar la brutalidad política en una necesidad divina. Anuncio

Lo que atrae a Netanyahu al lenguaje de la redención es la convicción de que Israel —y, por extensión, él mismo— se encuentra constantemente a prueba. La redención no es cuestión de arrepentimiento ni trascendencia, sino de perseverancia. La coreografía habitual de crisis y recuperación ofrece a Netanyahu una especie de coartada moral, permitiéndole convertir el desastre en destino. 

Aquí, el lenguaje de la redención se convierte en un reflejo de su mitología política: el líder como salvador y superviviente, el Estado como víctima y vencedor. Al delinear su papel en la historia de Israel, Netanyahu se presenta como quien presidió el desastre y redimió a la nación.

El ejército israelí prefiere llamarla la «Guerra del 7 de Octubre», una decisión que quizás insinúa la rendición de cuentas, o más probablemente, la familiar psicología del victimismo perpetuo. El nombre fija la guerra en una fecha traumática, como para anclar la postura moral de la nación en el momento de su propio sufrimiento.

Permanencia a través de la crisis

Si cada nombre apunta a un final —al momento en que la historia pueda contarse en pasado—, entonces la guerra actual de Israel es, por su propia lógica, imposible de ganar. No puede terminar porque no puede resolverse narrativamente. Sus objetivos cambian con cada conferencia de prensa, sus justificaciones mutan con cada imagen de destrucción que se filtra entre los escombros. Se declara y se retracta de la «victoria» al mismo tiempo, pues ¿qué significaría siquiera la victoria en una guerra que se libra no por territorio, sino por el significado mismo? La violencia no puede concluir porque la identidad del Estado depende de su continuación. 

Esta es la paradoja de la permanencia a través de la crisis. Dejar de luchar sería descubrir que la guerra nunca fue un camino a la salvación, sino la condición de la existencia política de Israel. Cerrar la guerra significaría reconocer lo que la guerra ha destruido: no solo Gaza, sino la propia coherencia moral e histórica que el Estado dice defender.

El cierre narrativo requiere un horizonte moral: un punto en el que la acción pueda entenderse como justificada, completada o redimida. Sin embargo, la lógica genocida de la campaña actual impide tal posibilidad. Cada bomba profundiza el abismo moral que pretende llenar. 

Y esta representación se despliega ante un público que ya no está cautivo de sus ilusiones. El mundo ahora ve a Israel tal como es. El velo se ha diluido, quizás irremediablemente. Las imágenes transmitidas en directo desde Gaza han hecho imposible la abstracción. Quienes una vez se refugiaron en las viejas ficciones de seguridad y autodefensa ahora dudan en repetirlas.

Incluso Donald Trump, un hombre poco dotado de reflexión moral, ha admitido que Netanyahu ha perdido el mundo. No se puede bombardear para alcanzar la legitimidad, ni luchar contra el mundo y ganar. 

Sin embargo, la política de Netanyahu depende precisamente de esta ilusión. Su poder requiere un enemigo lo suficientemente grande como para sustentar su mito: primero Irán, luego Hamás y ahora, inevitablemente, el mundo mismo. 

En su imaginación, Israel se mantiene solo porque debe hacerlo: su aislamiento es prueba de su rectitud, su brutalidad, el costo de su resistencia. 

Pero como la retórica de la redención ha dado paso al espectáculo, lo que queda no es la imagen de una nación que se defiende, sino de un Estado tan fascinado por la historia de su propia supervivencia que ya no puede imaginar cómo vivir entre otros.

La llamada “Guerra de Redención” no puede redimir, porque la redención implica transformación, y la transformación requiere la capacidad de imaginar un mundo más allá de la dominación, más allá del impasse permanente de la lucha por Palestina. 

Este genocidio ha transformado la imagen de Israel, pero no ha resuelto nada. Ha revelado el alcance total de su capacidad de destrucción —sostenida por la indulgencia de sus aliados y amplificada hasta el extremo—, pero también ha esclarecido sus límites. A pesar de todo su alcance destructivo, Israel sigue condenado a enfrentarse a las personas que pretende eliminar. Al desplegar su poder, Israel solo ha puesto de manifiesto su dependencia de la aprobación occidental, de los subsidios militares y, sobre todo, del propio impasse.



Abdaljawad Omar es escritor y profesor adjunto en la Universidad Birzeit, Palestina. 

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