Un miembro de la Administración de Donald Trump acaba de sugerir, probablemente sin ser consciente de ello, un medio para que el Estado recupere el control del financiamiento de la economía. Para orientar el ahorro hacia los sectores industriales estratégicos. Para gestionar la deuda pública sin depender de los caprichos de los mercados. ¿Una deliciosa paradoja o una oportunidad que hay que saber aprovechar?
por Frédéric Lordon, 19 de octubre de 2025 (Le Monde Diplomatique)

ULYSSE BORDARIAS. — Décrire (‘Describir’), 2021
Es pleno verano y casi nadie presta atención. Scott Bessent, secretario del Tesoro de Donald Trump, aparece en Fox News (13 de agosto de 2025) y, con el desenfado habitual en el nuevo poder estadounidense, suelta su pequeña bomba: los ahorros de los no residentes invertidos en Estados Unidos podrán, en parte, agruparse en una especie de “fondo soberano interno” a discreción del gobierno —del presidente—, que los asignará como considere en los sectores que pretende desarrollar.
Solo unos pocos internautas que no han interrumpido su vigilancia veraniega ven la declaración, comprenden su enormidad… y de manera refleja la cubren inmediatamente de reproches, como cabe recibir casi todo lo que emana del trumpismo. Sin embargo, en este caso habría que pararse a pensar. Porque Trump y Bessent, por supuesto de modo totalmente inconsciente, no están sino reinventando el principio del “circuito del Tesoro”; esto es, el instrumento que permite recuperar el control sobre la financiación de la economía.
Establecido inicialmente bajo el régimen de Vichy, pero implantado sobre todo durante la reconstrucción de posguerra, el circuito del Tesoro consistía en poner a disposición del Estado la liquidez depositada en instituciones financieras públicas o parapúblicas, como por ejemplo las cuentas corrientes gestionadas por Correos. Estas instituciones, con el estatus de “corresponsales del Tesoro”, también tenían la obligación de dirigir parte de los ahorros que acumulaban hacia títulos de deuda pública, cuya suscripción quedaba así garantizada, en un momento en que la debilidad de los mercados de bonos impedía convertirlos en un instrumento de financiación del Estado.
Así pues, reducido a su principio base, el circuito del Tesoro puede definirse en términos generales como un mecanismo para la asignación dirigista del ahorro privado. En provecho del Estado en el caso histórico francés. En aras del desarrollo de ciertos sectores industriales considerados estratégicos en el extraño caso de los Estados Unidos de Trump, mediante su aplicación selectiva sobre el ahorro de los no residentes, puesto que, huelga decirlo, la libertad para invertir de los ciudadanos estadounidenses es inalienable… Es esta última cláusula restrictiva la que ha inducido al error hasta a las mentes más preclaras, haciéndoles ver en la idea de Trump-Bessent solo un burdo avatar del “colonialismo financiero”, además de una humillación adicional en el orden económico infligida a los europeos, avasallados mediante la captación de ahorro interpuesto (1). Esta idea, sin duda, la podemos suscribir. El error, sin embargo, sería detenerse ahí y no ver la maravillosa paradoja por la cual Trump despierta en nuestras mentes nada menos que el recuerdo de un mecanismo antimercado de financiación de la economía. En su caso, en el marco de una política industrial, lo que no deja de ser interesante. En el nuestro, en el de la financiación de la deuda pública. Lo menos que puede decirse es que en estos tiempos de “pedagogía” apocalíptica, la cuestión vuelve a plantearse, y de manera acuciante.
Desde el momento en que la financiación estatal se dejó en manos de los mercados de capitales, de hecho liberalizados expresamente a tal fin, la toma de rehenes —no la de los ferroviarios ni los basureros, sino la de los inversores institucionales— se hizo armada. Según una anécdota ya conocida, James Carville, que fue jefe de campaña de William Clinton y que no era precisamente un ignorante en lo tocante a relaciones de poder, declaró que, en caso de poder reencarnarse, desearía hacerlo en “mercado de bonos”, el lugar del verdadero poder, según había terminado comprendiendo: la sede de un poder superior al de los Estados, ya que los inversores, mediante su reacción colectiva, crean las condiciones, especialmente las de los tipos de interés, en que puede emitirse deuda pública. Y estas condiciones reflejan con gran exactitud su opinión, y su idea de lo que, para ellos, es una “buena política económica”. Sin este respeto a su norma, los gobiernos se exponen a encontrarse con condiciones de emisión tan desfavorables que la carga de la deuda termine volviéndose insoportable, hasta llevarlos, en el peor de los casos, al impago. Antes de llegar a esos extremos aberrantes, los Estados tienen tiempo de sufrir y apretarse el cinturón, en nombre de “los mercados”, “la calificación del país” y “la credibilidad”. Toca someterse, aceptar todo lo que pueda complacer a los “inversores”, y esto hasta el absurdo, de tal forma que los gobiernos que han abrazado el dogma neoliberal con la fe del converso terminan sosteniendo que la independencia del país solo se obtiene mediante el escrupuloso respeto de esa disciplina, es decir, mediante el último grado de la sumisión y la heteronomía. Esclavicémonos, y así seremos libres…
Este es el momento, sin embargo, en que va a ser necesario comenzar a hacer algunas distinciones en el “nosotros”. Porque no todos estamos en el mismo barco. La camisa de fuerza de los “mercados” fue diseñada para beneficio exclusivo de los inversores, para protegerlos de la inflación —que erosionaría sus activos— y, por supuesto, del impago, que les haría perderlos total o parcialmente. Por ello, a las políticas económicas nacionales se les exige obediencia; en realidad, que velen únicamente por los “objetivos” que interesan al mundo financiero: la estabilidad nominal (la de los precios) y la estabilidad financiera (la del servicio de la deuda y de la trayectoria de solvencia). De ahí que la “estabilidad” se haya convertido en la categoría por excelencia del discurso económico neoliberal: es la estabilidad de los inversores, la estabilidad para los inversores, y esto se hace extensivo a la estabilidad política, que viene a ser la garante de las otras dos: que nada venga inoportunamente a perturbar el orden de la fiesta financiera. En ese sentido, causa pasmo que la Confederación General del Trabajo francesa (CGT) estampase su firma junto a la de la patronal Movimiento de las Empresas de Francia (Medef) en un comunicado colectivo llamando a la “estabilidad”, justo después, precisamente, de que el primer ministro francés Michel Barnier fuera cinchado en el asiento eyectable.
Así, una soberanía ha desbancado a otra: la de los inversores ha remplazado a la de los ciudadanos, menos la de una ultraminoría cuyos intereses coinciden con los de las finanzas porque son ricos y poseen grandes activos financieros. Los intereses de todos los demás vendrán después, si es que llegan. Las estructuras de la economía desregulada han introducido así en el contrato social un tercero, intruso, al que todo le está dedicado, en torno al cual se organiza todo, para el que se diseña toda la política económica; una negación absoluta del principio democrático que, según descubrimos, vale muy poco en el capitalismo neoliberal. Así, los dirigentes mantienen sistemáticamente un doble discurso: el primero, hecho de palabras vacías, destinado al pueblo, al que manipula mediante el “sentido común” y el terror; el segundo, destinado a los inversores, para quienes se reservan los asuntos serios. Un discurso sesgado debido a un contrato sesgado, rescrito para que el contratante intruso expulse al contratante histórico.
La Unión Europea, máquina de des-democratizar por excelencia, retomando las palabras de la filósofa Wendy Brown, máquina que anula la soberanía política para instituir el reino de la soberanía del capital, no se ha equivocado. Toda su organización, y en particular el artículo 63 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), que proscribe la menor traba a la libre circulación de capitales, se diseñó con ese objetivo de poner fin a los arrebatos de la política y garantizar la paz de los inversores, es decir, la perennidad de su control sobre la política económica.
Habrá, pues, que empezar a pensarlo, y un poco seriamente. Bendición maravillosa, es en este momento cuando Trump nos trae a la mente el instrumento por antonomasia: un circuito del Tesoro. Tal es, por definición, la principal virtud del asunto, ya que nos dispensa de tener que recurrir a los mercados de deuda internacionales para financiar el déficit, permitiendo orientar directamente —y sí, coercitivamente— una parte del ahorro privado hacia los títulos públicos. Donald Trump, con su circuito, hace política industrial; nosotros podemos perfectamente hacer lo mismo, a nuestra manera, para financiar, por ejemplo, grandes programas de inversión pública, que es muy legítimo que generen déficit, puesto que, al mirar hacia el futuro, escapan a la lógica de los gastos corrientes. Todo ello, sin perjuicio de otros usos más amplios.
Sin perjuicio también de miras estratégicas más amplias. Porque un circuito del Tesoro también es el instrumento definitivo para salir de la Unión Europea. ¿La eurozona nos mantiene atrapados en los mercados? Es tan simple como el huevo de Colón: salgamos de los mercados. Pero ¿a quién, en el ámbito político institucional, podría interesarle esta perspectiva? No a la extrema derecha de Reagrupamiento Nacional (RN), cuya normalización euroliberal ya es completa. ¿A La Francia Insumisa (LFI)? La cuestión no está nada clara. Es evidente que la salida del euro ha desaparecido de su discurso. La idea irradió sus últimos fulgores durante la campaña de 2017. Dos años después del punto álgido de la crisis griega y su dramática resolución con la abjuración de Alexis Tsipras, había sin duda motivos para seguir hablando de ello. Desde entonces, nada o casi nada.
Una interpretación caritativa atribuiría esa desaparición a un lógico tacticismo: la salida del euro, al igual que la de los mercados de capitales, es una de esas cuestiones imposibles de plantear en el debate público de la falsa democracia burguesa, esa que se jacta de poder debatirlo todo y que, en realidad, deja que se debatan muy pocas cosas. Imposible, en efecto, porque basta con que se reavive el debate para que enseguida el mundo financiero se altere —se comprende: es precisamente él quien está en el punto de mira— y reaccione, como tiene costumbre, abandonando los títulos de la deuda pública y, por tanto, haciendo subir los tipos, no sabemos cuánto, posiblemente mucho si la crisis se agrava, al punto, llegado el caso, de volver insoluble la ecuación presupuestaria. Régis Portalez, egresado de la École Polytechnique, razonablemente disidente y altavoz, digamos, tonificante en redes sociales, escribió a finales de agosto, cuando se avecinaba la caída de François Bayrou: “Los macronistas serían capaces de lanzar un ataque de los mercados especulativos sobre la deuda francesa solo para resarcirse y conservar el poder que usurparon tras las últimas elecciones legislativas” (26 de agosto de 2025). El estilo es florido, pero es difícil reprochárselo: el análisis tiene fundamento (y es de gran alcance). Lo descubriremos cuando en las próximas elecciones presidenciales La Francia Insumisa se acerque al poder, y eso sin que siquiera haya pronunciado las palabras “salida del euro”. Todo proyecto político para un cambio significativo en la correlación de poder entre el cuerpo social y el capital se enfrentará a la furia del capital, y este tendrá como principal plataforma de expresión los mercados de bonos. Casi podríamos convertir en barómetro del grado de “izquierdismo” de una línea política el hecho de si desencadena o no la tormenta especulativa.
El hecho es que, una vez desatada, la tormenta pone en aprietos su política, posiblemente la hace fracasar, y esto quizás antes incluso —es también lo más notable— de que dicha izquierda llegue al poder. Tal es el descabellado poder de las anticipaciones financieras, que traen al presente inmediato una representación del futuro y, al hacerlo, reconfiguran por completo la trayectoria temporal. Entendemos que semejante arma no dejará de usarse en la lucha política, y que el bando de la burguesía radicalizada, ya dispuesta a todo, no se privará de hacerlo: derrotar al oponente político que amenaza con tomar el poder antes incluso de que lo haya hecho, ¡qué maravillosa posibilidad! Tales son las condiciones en que puede “debatirse todo” en la democracia capitalista. Entendemos que en semejantes circunstancias se requiere prudencia, que evitar cuestiones explosivas pueda ser necesario y que hasta el disimulo resulte totalmente legítimo.
Sin embargo, la cuestión sobre cuál es realmente la postura de la principal fuerza institucional de izquierdas en Francia respecto del euro y la economía sigue abierta: ¿disimulo… o abandono? Lamentablemente, la hipótesis del abandono no puede descartarse por completo. En efecto, podemos imaginar una línea de acomodación por la cual La Francia Insumisa convencería a la Comisión Europea de que acceda a una subida de impuestos a los ricos y las grandes empresas, solución a fin de cuentas muy sencilla y lógica para tapar los agujeros presupuestarios. Y útil para evitar enfados innecesarios.
Sin embargo, no debemos hacernos ilusiones: la construcción europea fue diseñada fundamentalmente para alejar los proyectos políticos de izquierda. De hecho, para volverlos imposibles, y esto, una vez más, gracias a la coerción de los mercados, cuyo dominio organizó muy conscientemente. Por tanto, existe un punto crítico (no sabemos en qué estadio) más allá del cual la sucesión de orientaciones impías —proyectos de regulación variados, nacionalizaciones y ayudas públicas, desobediencia a tratados (mercados de la electricidad, tratados comerciales sobre pesticidas, etc.)— conduciría a la ruptura de hostilidades, en medio de la cacofonía generada por la caja de resonancia de los mercados. Nadie puede saber con antelación hasta dónde llevará esta caja, mediante tipos de interés interpuestos, la adversidad financiera, debidamente alentada por los inflamados discursos de las instituciones europeas, de los medios de comunicación capitalistas (y los medios públicos…) y de todos aquellos que no desaprovecharán semejante ocasión de acabar de inmediato con un gobierno de izquierdas. Porque, en efecto, se puede acabar con ellos, como saben los griegos tras la experiencia Syriza-Tsipras.
Hace unos años, en una larga entrevista, Jean-Luc Mélenchon respondió por anticipado a la objeción (2). Francia no es Grecia, dijo, y no se juega con una economía de bancos sistémicos y 3 billones de deuda pública. “Le recomiendo a todo el mundo que sea razonable”, dejó caer a modo de amenaza, la mejor manera, en efecto, de dirigirse tanto a los mercados como a las instituciones europeas. Lo cierto es que cuesta imaginar la magnitud del desastre financiero que supondría un impago de la deuda francesa. Pero ¿quién es “todo el mundo” al que se pide ser razonable? La Comisión y el Consejo Europeo, por supuesto. ¿Y “los mercados”? El problema con “los mercados” es que no tenemos su número de teléfono y que con ellos no se negocia. A primera vista, los mercados son una entidad acéfala, no guiada por ninguna racionalidad de conjunto y sin más coordinación que las borrascas miméticas que a veces los atraviesan durante las crisis. Sin embargo, son ellos quienes determinan el estado —o los cataclismos— de la economía… llegado el caso, hasta su propia ruina colectiva. Todo aquel familiarizado con los encantos de las finanzas sabe que las estampidas pueden producirse por el mero hecho de que los inversores temen una estampida: la de los demás. Basta con que haya unos pocos elementos objetivos en el panorama —un gobierno de izquierdas que haga de espantajo, datos económicos que no se acepten, aunque se le aceptarían a cualquier gobierno de derechas, una situación de conflicto envenenado con la Unión Europea— para que todo se desboque. Quizás hasta el punto de que, en respuesta, Bruselas prefiera lanzar el plan de rescate del siglo para todos sus bancos… excepto los del país que haya decidido expulsar.
Podemos confiar en que las instituciones europeas “no se atrevan”. Y es cierto: preferirían no hacerlo. Pero es una esperanza arriesgada. Y si la apuesta sale mal, será cuestión de no quedarse en cueros. Solo un plan debidamente preparado, quizás en barbecho hasta ahora, pero listo para ponerse en práctica en cualquier momento, nos saque de la pasividad. En ese plan, por fuerza, habrá un circuito del Tesoro.
Habrá necesariamente uno porque, ya sea para una salida deseada o forzosa, tendremos que estar preparados. Será especialmente necesario cuanto que, más allá de la Unión Europea y el euro, un circuito del Tesoro es la silver bullet (3)contra el chantaje de “la deuda”, contra sus altavoces mediáticos y gubernamentales, contra el tercer intruso, que ya es hora de apartar del contrato social. Que sea Trump quien nos lo recuerde es, sin duda, una ironía que poner en la cuenta de tiempos decididamente convulsos. Pero hay diferentes maneras de convulsionar los tiempos y, mientras la nuestra sea la buena, no hay porqué tener miedo de convulsionarlos más. Acabar con el reinado de las finanzas y los inversores es, indiscutiblemente, la mejor. De hecho, es incluso el punto de referencia, el criterio de lo que es una política de izquierdas, de lo que debe ser. A base de renuncias, hemos reducido nuestras ambiciones de tal modo que los parches fiscales tipo Piketty-Zucman nos parecen el colmo de la audacia, quizás incluso la frontera última de “la izquierda”, más allá del cual comenzaría la sinrazón, como demuestra el torrente de prudentes codicilos con que Gabriel Zucman acompaña sus propuestas: “No, no, no, no se preocupen, los ricos no se irán”. La morada de los ricos, o el síntoma de la razón alienada.
Ahora bien, podríamos imaginarnos fuera de la órbita de los ricos, de su aprobación o de su presencia supuestamente beneficiosa; en otras palabras, podríamos dejar de convertirlos en secuestradores de la sociedad entera. También podríamos recordar que las correcciones fiscales son, precisamente, solo correcciones que dejan prácticamente inalterados los mecanismos estructurales que generan desigualdades; es decir, son la socialdemocracia reducida a la condición de mera fregona. Ya está más que demostrado que la financiarización es el factor número uno de enriquecimiento obsceno, así como de las penurias que sufre el resto de gente, como asalariados y (pequeños) contribuyentes en nombre de la deuda o como usuarios de servicios públicos pauperizados (para dejar mejor espacio a los servicios privados) (4). No hay otro criterio para “la izquierda” —precisemos, con todo: para la izquierda en el capitalismo…— que la ruptura con el mundo financiero. El circuito “Donald” ni siquiera es asunto de Europa y del euro, de salida disimulada o salida forzosa. Es uno de los instrumentos indispensables de una política decidida a acabar con la financiarización, es decir, a cerrar un paréntesis histórico que ya dura cuatro décadas. Nunca nos cansaremos de recordar que fue inaugurado por otra “izquierda”, la de los sedicentes socialistas, en las personas de François Mitterrand, Jacques Delors, Pierre Bérégovoy y todos sus sucesores, a quienes debemos el reinado combinado de las finanzas y la Europa liberal, es decir, la liquidación de toda política de izquierdas. Sabemos, por tanto, qué significado político tendría el “cierre” de esta secuencia histórica: la liquidación de los liquidadores. Y el comienzo de algo nuevo.
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(1) Arnaud Bertrand, “Not at the table: Europe’s colonial moment”, 10 de agosto de 2025, https://substack.com
(2) “Où va la France? Jean-Luc Mélenchon”, 28 de marzo de 2022, www.thinkerview.com
(3) La bala de plata, que mata a los vampiros.
(4) Véase Pierre Rimbert y Grégory Rzepski, “Austeridad en Francia: el festín de los accionistas”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2025.
Frédéric Lordon
Filósofo y economista, autor de Figures du communisme, La Fabrique, 2021, Parí
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