Gideon Levy (Le Monde Diplomatique), 4 de Octubre de 2025
Periodista del diario Haaretz, Gideon Levy ha dedicado su carrera a denunciar la ocupación de los territorios palestinos, la colonización, las expulsiones y el chantaje con el antisemitismo. Desde hace dos años es una de las pocas voces de su país que se alza contra el baño de sangre en Gaza. ¿Cómo ha podido producirse una tragedia de tal magnitud en medio del silencio y la indiferencia de la mayoría de los israelíes?
David Reeb. — Deportation, 2025
Los sucesos del 7 de octubre de 2023 han provocado la muerte de la Franja de Gaza. Harán falta años para que vuelva a la vida, si es que lo logra. Pero esos acontecimientos, y la subsecuente ofensiva israelí, también han matado la esperanza de un Israel distinto. Todavía es pronto para medir el alcance de los daños causados por esta guerra en la sociedad y el Estado israelíes, pero es obvio que el cambio ha sido radical. También aquí llevarán años las labores de desescombro y reconstrucción, si es que se dan algún día. Gaza e Israel han sido destruidos, cada cual a su manera, acaso de forma irreversible. La devastación de la primera se advierte a simple vista, en kilómetros a la redonda; la del segundo permanece todavía oculta bajo la superficie.
El 7 de octubre constituyó un punto de inflexión histórico. Ese día, Hamás atacó Israel y perpetró una matanza sin precedentes en el país. Y ese mismo día, Israel cambió de rostro. Puede que su nueva apariencia hubiera permanecido hasta entonces disimulada tras una máscara y no esperase sino a ser desvelada. O puede que la mutación fuera más profunda. Sea como fuere, los demonios escaparon de la caja y no están dispuestos a volver a ella. La Franja de Gaza es en la actualidad inhabitable. Pero, para quienes aspiran a una vida libre y democrática, Israel también se ha vuelto tierra hostil.
Se ha impuesto, en efecto, una determinada lectura de los acontecimientos que ha alterado la conciencia política y existencial del país. Los dirigentes, medios de comunicación y analistas se apresuraron a calificar los ataques como “la mayor catástrofe acaecida al pueblo judío desde el Holocausto” (1). El Holocausto y el 7 de octubre figuran, pues, al mismo nivel, como si fueran comparables, como si hubiera habido dos exterminios… Una exageración absurda, sin el menor fundamento —el alcance, los objetivos, los medios, todo es distinto—, pero repetida ad nauseam y perfectamente calibrada para servir a la propaganda gubernamental. La opción de parangonar ambos hechos no tiene nada de fortuito. Deriva de la victimización que lleva acompañando a Israel desde su fundación en 1948 tras el genocidio del pueblo judío; una victimización que, a ojos de muchos israelíes, otorga al país el derecho de actuar como ningún otro está autorizado a hacerlo. Afirmada de entrada como una obviedad en el debate público, esta analogía constituía la luz verde que Israel se daba a sí mismo para emprender su ataque: si el 7 de octubre era un Holocausto, el genocidio subsiguiente es legítimo.
La mentalidad del país, pues, ha cambiado, o por lo menos se ha revelado sin filtros, despojada de toda corrección política. Muchos israelíes, probablemente la mayoría, consideran hoy que “en Gaza no hay inocentes”. Según una encuesta de agosto de 2025 del Centro aChord, afiliado a la Universidad Hebrea de Jerusalén, el 62% de los israelíes —y, más en concreto, el 76% de los judíos israelíes— se muestran conformes con este presupuesto. La afirmación, repetida hasta la saciedad desde hace dos años, se ha ido extendiendo poco a poco y se ha vuelto frecuente oír asimismo que “no hay palestinos inocentes”, esto es, que los palestinos de Cisjordania también deben ser castigados. Semejante ideología despeja el camino al viejo sueño de la derecha israelí: la creación de una tierra judía, étnicamente pura, del río hasta el mar (2).
Las masacres perpetradas por Hamás el 7 de octubre se percibieron en Israel como la prueba de una sed de sangre innata entre los palestinos. Toda mención de las circunstancias históricas, políticas o sociales del ataque eran consideradas como un intento de justificación y, por consiguiente, como una traición. António Guterres, el secretario de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), fue una de las primeras grandes voces internacionales que puso las cosas en contexto. Tel Aviv lo calificó inmediatamente de antisemita. ¿Cómo se atrevía? No es difícil explicar la virulencia del bombardeo retórico: toda puesta en perspectiva socava la legitimidad de la “respuesta” israelí, por lo que se impone ignorar la vida de asedio sin esperanza infligida a los habitantes de Gaza, así como el abandono de los palestinos por parte de la comunidad internacional, incluidos los países árabes, que se han acercado progresivamente a Israel (3).
Otra supuesta obviedad ha corrido como un reguero de pólvora tras el 7 de octubre, según la cual Israel puede permitirse cualquier cosa. “¿Y qué querían que hiciéramos?”, se oye constantemente, como si el genocidio fuera la única opción posible. La ofensiva sobre Gaza se presenta de forma unánime como un acto de legítima defensa autorizado por el derecho internacional. La derecha que ahora ocupa el poder —que nunca ha creído en la cohabitación con los palestinos y que ni siquiera los ha tenido jamás por sus iguales en cuanto seres humanos— ha podido arrojarse a su insensato proyecto de limpieza étnica en la Franja de Gaza sin temor a oposición por parte de la izquierda y el centro. Las ideas de paz, acuerdo político, diplomacia o “solución de los dos Estados” han desaparecido por completo del discurso político. En lo que supone una conformidad casi unánime, los diversos partidos consideran que ya no hay una “contraparte palestina” —ya que no hay inocentes— y que, en consecuencia, no hay nada que discutir salvo la liberación de los rehenes israelíes.
Dado que no basta con negarse al diálogo, Israel ha ampliado los límites del horror al prohibir los testimonios de solidaridad con los palestinos. Toda expresión de empatía o preocupación y, por supuesto, todo intento de ayudar a Gaza se han vuelto sospechosos en el país, y a menudo son tachados de ilegales. Los árabes israelíes (el 20% de la población) han sido amordazados y reducidos al silencio. Algunos de ellos no tardaron en ser detenidos por publicar mensajes compasivos en las redes sociales, mientras que otros han perdido su trabajo (4). Todo lo anterior invita a mostrarse prudente… El ministro de ultraderecha de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, se encarga de reprimir las acciones en favor de la paz, cosa de la que no se libra ni la población judía: numerosos activistas de izquierda han sido detenidos por mostrarse solidarios con Gaza (5). Sobre el país se cierne una losa de silencio.
Privados o públicos, los medios de comunicación israelíes se han sumado a esta línea de pensamiento, incluso con entusiasmo. Desde hace dos años, y sin necesidad de una censura real —a menos que hablemos de autocensura—, han decidido no cubrir las atrocidades cometidas en Gaza (6). Su público bien puede tener la impresión de que allí solo viven veinte personas: los veinte rehenes israelíes todavía vivos. La hambruna, la destrucción y las masacres de civiles son ocultadas día tras día, o bien relegadas a los márgenes de la crónica de actualidad, como una especie de concesión simbólica a la verdad (7). Por el contrario, son innumerables los reportajes sobre los rehenes o los soldados israelíes muertos. Cualquier europeo, incluso el peor informado, probablemente se haya topado con más imágenes de los sufrimientos de Gaza que un israelí promedio… Los medios de comunicación optan por la negación y el encubrimiento con tanto más fervor por cuanto saben muy bien que eso se corresponde con las expectativas de sus consumidores. Los israelíes nunca han querido saber nada de la ocupación; hoy, no quieren saber nada del genocidio: los palestinos se lo tienen merecido, ¿para qué hablar de ello?
Toda información procedente de Gaza es puesta en tela de juicio: el número de víctimas es exagerado, nunca ha habido hambruna, etc. Los periodistas reproducen servilmente, por el contrario, el relato del Ejército israelí. ¿Que el hospital Nasser ha sido bombardeado y 21 personas, entre ellas cinco periodistas, han muerto? Será que albergaba un cuartel general de Hamás… Pero ¿qué cabe pensar de un ejército que ha matado a cerca de 20.000 niños en menos de dos años? ¿Y qué decir de los datos, recogidos por el propio Ejército israelí, según los cuales el 83% de los palestinos muertos no tenían ningún vínculo con Hamás (8)? Nadie se hace preguntas, el relato oficial es más cómodo para todos: el Gobierno, los militares, los medios de comunicación y sus clientes. Lo que molesta se oculta, y todos tan contentos. Así es como el país se protege, gracias a un vasto sistema de propaganda y ocultándose la verdad a sí mismo. Pocos son los ciudadanos que se quejan de ello.
La mentira y el encubrimiento son comunes en tiempos de guerra. Pero el caso israelí es singular. Cuando se critica a los medios rusos por su cobertura del conflicto en Ucrania, uno sabe perfectamente que, de hecho, no pueden hacer otra cosa. Los periodistas israelíes, por su parte, son libres. Podían elegir y han renunciado deliberadamente a cumplir su tarea. A veces, cuando enseño a amigos míos vídeos horribles de Gaza —y no faltan—, su reacción es casi pavloviana: “¿No será falso? ¿Y si ha sido generado con inteligencia artificial? ¿Cabe la posibilidad de que lo hayan grabado en Afganistán?”. La negación es un escudo que le evita a la sociedad israelí el enfrentamiento con la realidad.
Pero eso no basta, ya que los demás países sí ven las atrocidades cometidas en Gaza. Israel va camino de convertirse en un Estado paria y sus ciudadanos se enfrentan a una creciente hostilidad en el resto del mundo. ¿Y qué hacemos nosotros? Culpar al resto del mundo: es antisemita, odia a Israel y a los judíos, todo el planeta está contra nosotros, hagamos lo que hagamos. Esta cantinela victimista ha hecho que los ciudadanos acepten el deterioro del estatus internacional de Israel. El país ha renunciado a la opinión pública mundial.
Cierto es que, desde el primer día del ataque sobre Gaza, se han organizado manifestaciones, a veces masivas. Pero se enfocan casi en exclusiva en el regreso de los rehenes y la destitución del primer ministro Benjamín Netanyahu. Aunque los manifestantes piden el fin de la guerra, es solo en defensa de las personas secuestradas y los soldados. Nadie se interesa por el destino de Gaza, a excepción de una franja muy concreta y admirable de activistas en favor de la paz cuya voz ha sido ahogada. La salida de Netanyahu es, sin duda, esencial para poner fin a la guerra, pero la cuestión palestina supera con mucho la identidad del jefe del Gobierno. Las corrientes fascistas y fundamentalistas, considerablemente desarrolladas desde hace dos años y que en la actualidad penetran en todos los sectores de la sociedad, no desaparecerán con Netanyahu.
Nada de todo esto habría sido posible si Israel no hubiera tenido carta blanca de Estados Unidos, primero por parte del presidente Joseph Biden y ahora por parte de Donald Trump. No satisfecho con entregar armas a su aliado y garantizar su protección, el presidente estadounidense se ha movilizado para castigar a quienquiera que ose criticar a Tel Aviv (9). Los miembros del Tribunal Penal Internacional (TPI) de La Haya, que se habían atrevido a emitir una orden de arresto internacional contra Netanyahu, han pagado el pato: Trump ha publicado un decreto (el 14203) para imponerles sanciones personales. Frente al unilateralismo estadounidense, la Unión Europea ha llegado a auténticos extremos de pusilanimidad. Por miedo a atraerse las iras de Washington, y pese a unas opiniones públicas a veces muy críticas con Israel, se ha negado a tomar medidas para acudir en auxilio de Gaza, por ejemplo imponiendo sanciones a Tel Aviv. Se limita a declaraciones formales, a reconocer un Estado palestino que no existe y que no es de prever que sea creado en el futuro. Europa se revela incapaz de repetir contra Israel lo que sí supo hacer contra el régimen de apartheid en Sudáfrica o contra Rusia tras la invasión de Ucrania.
Pero los israelíes empiezan a sentir cómo son cada vez peor vistos cuando viajan al extranjero, así como en sus contactos económicos, científicos, comerciales, culturales e incluso personales con el mundo. La presión aumenta sobre el país y sus habitantes. De momento, nada ha logrado detener la danza macabra de la limpieza étnica en Gaza. Encerrados en un mundo aparte, desconectado de la realidad, los israelíes no le pondrán fin por su cuenta. Es, pues, al resto del mundo a quien le corresponde salvar Gaza.
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