
Paul M. Sweezy (publicado originalmente en Enero de 1942). 7 de Noviembre de 2024
En términos generales, el fascismo, tal como existe en Alemania y en Italia, es una de las formas que asume el imperialismo en la época de las guerras de reparto. El presente capítulo se dedicará a la elaboración de este tema sobre la base de la teoría del imperialismo expuesta en las páginas anteriores.
1. Las condiciones del fascismo
El fascismo surge en determinadas condiciones históricas específicas que, a su vez, son el resultado del impacto de las guerras imperialistas de reparto sobre la estructura económica y social de las naciones capitalistas avanzadas. Según el uso militar y diplomático, al final de una guerra las naciones beligerantes se clasifican en dos categorías: las del bando vencedor y las del bando perdedor. Sin embargo, la magnitud de los daños sufridos en la estructura social interna de los diversos países proporciona una base más significativa para la clasificación. Según la magnitud y la gravedad de los daños sufridos, es posible ordenar a los países en una serie que va desde los que salen prácticamente indemnes o incluso realmente fortalecidos hasta aquellos en los que la estructura preexistente de relaciones económicas, políticas y sociales está completamente destrozada. Por lo general, las naciones del bando vencedor se sitúan más cerca de la cima y las del bando perdedor más cerca de la base de la escala, pero la correlación dista mucho de ser perfecta.
No es fácil establecer criterios para juzgar la extensión y gravedad de los daños sufridos por un país como resultado de la guerra, pero sin duda se reconocerían ampliamente como indicativos ciertos síntomas relacionados: escasez extrema de alimentos y otros artículos de primera necesidad; ruptura parcial del «orden público»; desorganización, falta de disciplina y falta de fiabilidad en las fuerzas armadas; pérdida de confianza por parte de la clase dirigente; y falta de respeto por los hábitos establecidos de pensamiento y comportamiento entre amplios sectores de la población. Es casi seguro que condiciones de este tipo den lugar a luchas revolucionarias que pueden culminar en una victoria decisiva de la contrarrevolución; en un derrocamiento de la estructura existente de relaciones de propiedad y el establecimiento del socialismo, como ocurrió en Rusia en 1917; o en un punto muerto temporal en el que ninguna de las principales fuerzas contendientes, la clase obrera o la clase capitalista, es capaz de obtener un triunfo decisivo, como ocurrió en Alemania y, de manera menos inequívoca, en otras partes de Europa central y oriental en 1918 y 1919. Es el último caso el que nos interesa aquí.
El hecho de que la revolución no llegue a su culminación socialista es, en un sentido muy real, la clave de los acontecimientos posteriores. Lo que surge puede describirse mejor como una condición transitoria de equilibrio de clases que descansa sobre una base de relaciones de propiedad capitalistas. Jurídicamente, este equilibrio de fuerzas de clase tiende a expresarse en una forma de Estado ultrademocrático, a la que Otto Bauer aplicó el nombre de «república popular».* La república popular deja a los capitalistas el control de la economía, pero al mismo tiempo ofrece a la clase obrera una parte del poder estatal y la libertad de organizarse y agitarse para el logro de sus propios fines. El personal del aparato estatal permanece en gran parte inalterado, pero la debilidad y la falta de fiabilidad de las fuerzas armadas a disposición del Estado obliga a los capitalistas a seguir una política de contemporización y compromiso.
El carácter democrático de la república popular da lugar a toda clase de ilusiones. Los liberales ven en la repartición del poder estatal y en los compromisos que de él se derivan necesariamente una garantía de cooperación de clase y de atenuación de los conflictos sociales; los revisionistas creen que la república popular es simplemente un trampolín hacia la realización gradual del socialismo. Con demasiada frecuencia se pasa por alto la realidad del acentuado antagonismo de clase que se esconde tras la correlación temporal de fuerzas. Pero estos diagnósticos optimistas quedan pronto desacreditados por los acontecimientos. Nada demuestra tan claramente el carácter inestable e impermanente de la república popular como su incapacidad para mejorar las contradicciones de la producción capitalista. Estas contradicciones, lejos de eliminarse, se intensifican. Las conquistas obtenidas por los sindicatos muy fortalecidos y la promulgación de la legislación social bajo la presión de la clase obrera imponen a la producción capitalista cargas que ésta no está preparada y menos dispuesta a soportar. El gran capital hace frente a esta situación de dos maneras. En primer lugar, reforzando sus organizaciones monopolistas y exprimiendo a las clases medias. Estos últimos, ya empobrecidos por la guerra y el consiguiente trastorno de la vida económica que, en forma de inflación, afecta particularmente a quienes tienen pocos ahorros y no cuentan con organizaciones que los protejan, ahora descubren que su situación desesperada sólo ha mejorado ligeramente con el retorno de la «ley y el orden», y que son en realidad los niños huérfanos de la república popular. En segundo lugar, los capitalistas se embarcan en una intensa campaña de «racionalización», es decir, la sustitución de la fuerza de trabajo por maquinaria y la intensificación del proceso de trabajo, lo que tiene como consecuencia aumentar las filas del ejército de reserva. Es cierto, por supuesto, que la compensación de la destrucción económica y el despilfarro del período de guerra proporciona la base para un repunte considerable de la actividad económica, un repunte que casi en toda Europa durante la década de 1920 fue alentado y apoyado por la importación de capital de los Estados Unidos. Durante un tiempo, la producción de medios de producción se separa de su dependencia del mercado de bienes de consumo, pero sólo por un tiempo. Una vez reconstruido en lo fundamental el mecanismo productivo, se descubre que la demanda de bienes de consumo, deprimida como está por el empobrecimiento de las clases medias y por el desempleo tecnológico entre los trabajadores, es insuficiente para sostener altos niveles de actividad económica. Una crisis seguida de una fuerte caída de la producción y del empleo se hace inevitable.
Desde el punto de vista de la producción capitalista, una crisis de este tipo podría ser mitigada o superada por el método imperialista normal de expansión en el extranjero. Pero son precisamente los países que fueron más severamente debilitados por la guerra precedente los que tienen menos oportunidades de seguir este camino. Sus colonias les fueron arrebatadas y su fuerza militar está tan agotada que no pueden seguir una política exterior agresiva. Además, la influencia política de la clase obrera bajo la república popular se opone claramente a embarcarse en nuevas aventuras imperialistas. Hilferding, escribiendo en 1931 y teniendo en mente la reciente experiencia alemana, estaba tan impresionado por esta situación que consideraba que el expansionismo imperialista era casi una cosa del pasado. «Es el control más fuerte sobre la política exterior en los países democráticos», escribió, «lo que limita en un grado extraordinario la disposición del capital financiero sobre el poder estatal». 1 Esto era bastante cierto en el momento en que fue escrito, pero lamentablemente Hilferding ya no era capaz, como antes, de sacar conclusiones de su propio análisis.
El argumento de esta sección puede resumirse brevemente de la siguiente manera: una nación cuya estructura económica y social se vea seriamente trastornada como resultado de una guerra imperialista de reparto puede, si no se logra una revolución socialista exitosa, entrar en un período de equilibrio de clases sobre la base de las relaciones capitalistas de producción. En tales condiciones, la intensificación de las contradicciones del capitalismo conduce a una grave crisis interna que no puede «resolverse» recurriendo a los métodos normales de expansión imperialista. Éste es, por así decirlo, el terreno en el que el fascismo echa raíces y crece.
2. El ascenso del fascismo al poder
Tanto el origen como la base de masas del fascismo se encuentran en las clases medias, que constituyen un sector tan amplio de la población de los países capitalistas en el período del capitalismo monopolista. Lenin señaló muy claramente las características de la psicología de la clase media que, en circunstancias apropiadas, fomentan y alientan el crecimiento de un movimiento fascista:
Para los marxistas, es un hecho teórico bien establecido -y la experiencia de todas las revoluciones y movimientos revolucionarios europeos lo ha confirmado plenamente- que el pequeño propietario (tipo social muy representado en muchos países europeos), que, bajo el capitalismo, sufre una opresión constante y muy a menudo un empeoramiento increíblemente agudo y rápido de las condiciones de vida e incluso la ruina, se convierte fácilmente en un revolucionario extremo, pero es incapaz de dar muestras de perseverancia, capacidad de organización, disciplina y firmeza. El pequeño burgués, «furioso» por los horrores del capitalismo, es un fenómeno social que, como el anarquismo, es característico de todos los países capitalistas. La inestabilidad de este revolucionismo, su esterilidad, su capacidad de transformarse rápidamente en sumisión, apatía, fantasía e incluso en un «loco» enamoramiento de tal o cual «moda» burguesa, todo esto es cosa de todos conocida. 2
Lo que Lenin dice aquí del pequeño propietario se aplica en distintos grados a amplios sectores de las clases medias. Son precisamente estos grupos los que se ven más desastrosamente afectados durante el período del capitalismo de equilibrio de clases que puede seguir a una guerra de reparto fallida. Constituyen el núcleo del apoyo popular al fascismo. Una vez que el movimiento ha comenzado a avanzar, otros elementos de la población se sienten atraídos por él, aunque no siempre por las mismas razones; entre ellos se incluyen ciertos grupos de trabajadores no organizados, agricultores independientes, parte del ejército de elementos desempleados, desclasados y criminales (el llamado lumpenproletariado ) y jóvenes de todas las clases que ven por delante sólo escasas oportunidades de una carrera normal.
La ideología y el programa del fascismo reflejan la posición social de las clases medias y, en este sentido, no son más que una intensificación de actitudes que ya se ha demostrado que son características del imperialismo. † Los principales ingredientes tienen un carácter negativo, a saber, la hostilidad hacia el trabajo organizado por un lado y hacia el capital monopolista por el otro. En el lado positivo, las clases medias compensan su falta de intereses de clase comunes y de bases organizativas sólidas glorificando la nación y la «raza» a la que pertenecen. Se culpa a los extranjeros y a las minorías raciales de desgracias cuya naturaleza no se comprende. ‡ En lo que respecta a los problemas económicos y sociales internos, el programa del fascismo es un conjunto de propuestas mal digeridas y a menudo contradictorias entre sí, que se destacan principalmente por su carácter inequívocamente demagógico. Casi ninguna de estas propuestas es nueva u original; casi sin excepción han aparecido y reaparecido en períodos anteriores de crisis social. Lo que da coherencia y vitalidad al fascismo es su énfasis en el nacionalismo, su exigencia de la restauración de un poder estatal fuerte y su llamamiento a la guerra de venganza y a la conquista extranjera. Es esto lo que proporciona una base sólida para el acercamiento entre el fascismo y la clase capitalista.
La actitud de los capitalistas hacia el fascismo es al principio de reserva y sospecha; desconfían particularmente de él por sus ataques desmedidos al capital financiero. Pero a medida que el movimiento se extiende y gana apoyo popular, la actitud de los capitalistas sufre una transformación gradual. Su propia posición es difícil, atrapados como están entre las demandas de la clase obrera organizada y el «cerco» de las potencias capitalistas rivales. Por lo general, en tales circunstancias, la clase capitalista haría uso del poder estatal para frenar a los trabajadores y mejorar su propia posición internacional, pero ahora esta vía no está abierta a ella. El Estado es débil y los trabajadores comparten su control. En consecuencia, el fascismo, una vez que ha demostrado su derecho a ser tomado en serio, llega a ser visto como un aliado potencialmente valioso contra los dos peores enemigos de los capitalistas, los trabajadores de su propio país y los capitalistas de países extranjeros; porque la autenticidad del odio del fascismo a los trabajadores y extranjeros nunca está abierta a dudas. Mediante una alianza con el fascismo, la clase capitalista espera restablecer un Estado fuerte, subordinar a la clase obrera y ampliar su «espacio vital» a expensas de las potencias imperialistas rivales. Ésta es la razón de los subsidios financieros con los que los capitalistas apoyan al movimiento fascista y, quizás aún más importante, de la tolerancia que el personal del Estado dominado por los capitalistas muestra al enfrentarse a los métodos violentos e ilegales del fascismo.
No hay que creer que los capitalistas están totalmente contentos con el ascenso del fascismo. Sin duda, preferirían resolver sus problemas a su manera, si eso fuera posible. Pero su impotencia los obliga a fortalecer el fascismo, y cuando finalmente las condiciones se vuelven intolerables para todos y se vislumbra en el horizonte una nueva situación revolucionaria, los capitalistas, desde sus posiciones dentro de la ciudadela del poder estatal, abren las puertas y dejan entrar a las legiones fascistas.
3. La ‘revolución’ fascista
Una vez en el poder, el fascismo se propone destruir con una energía despiadada el equilibrio de clases que subyace a la indecisión y parálisis de la república popular. Los sindicatos y los partidos políticos de la clase obrera reciben los primeros y más duros golpes; sus organizaciones son aplastadas y sus líderes asesinados, encarcelados o forzados al exilio. A continuación viene el establecimiento del Estado fuerte y, finalmente, una vez cumplidos estos preliminares necesarios, el paso a los preparativos a gran escala para una nueva guerra de reparto. En estos tres pasos se comprende lo que a menudo se llama la «revolución» fascista.
La construcción del poder estatal es en sí misma un proceso complejo que implica inevitablemente el abandono del programa radical de la clase media sobre cuya base el fascismo llegó al poder. No es necesario ni siquiera plantear si se trata de una elección deliberada de los dirigentes fascistas. El programa fascista es contradictorio en sí mismo y no tiene en cuenta el carácter real de las leyes económicas; todos los elementos poderosos de la clase capitalista se opondrían encarnizadamente a él. Intentar llevarlo a la práctica sería buscar el desastre y tal vez hacer imposible para siempre la realización de los sueños de conquista extranjera que constituyen el núcleo ideológico del fascismo. El fascismo no sólo no puede permitirse el lujo de incurrir en la hostilidad de los capitalistas, sino que requiere su plena cooperación, ya que ocupan posiciones estratégicas en la economía y poseen la formación y la experiencia necesarias para hacerla funcionar. Los capitalistas, por su parte, acogen con agrado el aplastamiento del poder organizado de la clase obrera y esperan con entusiasmo la reanudación de una política de expansionismo exterior. La reconstrucción del poder estatal se lleva a cabo, por tanto, sobre la base de una alianza cada vez más estrecha entre el fascismo y el capital, en particular el capital monopolista en las importantísimas industrias pesadas.
Políticamente, el establecimiento de un Estado fuerte implica la eliminación de la parafernalia de los partidos políticos propios de la democracia parlamentaria. Pero esto no es todo. Los elementos extremistas dentro del propio partido fascista están amargamente resentidos por lo que sólo pueden considerar como una traición al programa fascista de reforma social, y presionan insistentemente para que haya una «segunda revolución». La crisis que se está desarrollando dentro de las filas del fascismo se enfrenta a una purga de los líderes disidentes y a la integración de los ejércitos fascistas privados en las fuerzas armadas regulares del Estado. A partir de ese momento, el partido fascista pierde su importancia independiente y se convierte, en la práctica, en un mero complemento del aparato estatal. Mediante estos actos, el fascismo transfiere, final e irrevocablemente, su base social de las clases medias al capital monopolista. Ahora se produce una interpenetración de la alta dirección fascista y los círculos dominantes del capital monopolista, que da como resultado la creación de una nueva oligarquía gobernante que dispone de manera coordinada del poder económico y político. A partir de entonces, todas las energías de la nación se dirigen al rearme; Todas las demás consideraciones de política económica y social están subordinadas al objetivo primordial de librar y ganar una nueva guerra imperialista de reparto.
Los logros de la «revolución» fascista son, pues, la destrucción del equilibrio de clases preexistente, la instauración de un Estado fuerte y la preparación de la nación para una nueva guerra de reparto. Lejos de derrocar al imperialismo capitalista, el fascismo en realidad pone al descubierto su esencia monopolista, violenta y expansionista.
4. La clase dominante bajo el fascismo
Ha habido tantas teorías sobre el fascismo que lo interpretan como un nuevo orden social, fundamentalmente ni de carácter capitalista ni socialista, que no estaría de más formular de forma algo más explícita nuestra propia actitud hacia este problema. Las teorías en cuestión suelen admitir que el fascismo ha conservado las formas del capitalismo, pero sostienen que estas formas constituyen simplemente una pantalla bajo la cual una nueva clase dominante asume los controles reales y los manipula para sus propios fines. En qué consisten estos fines suele dejarse algo vago, pero tal vez no sea inexacto decir que la mayoría de los autores los conciben en términos de poder. Se alega que, en su búsqueda del poder, la clase dominante fascista hace caso omiso de las «reglas del juego capitalista»; en consecuencia, el fascismo es una nueva sociedad que no obedece las leyes ni sufre las contradicciones del capitalismo. Una exploración completa de esta tesis requeriría, por supuesto, un análisis de sociedades fascistas concretas, como no podemos intentar aquí. ¶ Pero puede ser un ejercicio útil poner a prueba el concepto de la nueva «clase dominante» fascista a la luz de la teoría del capitalismo expuesta en este libro.
La pertenencia a una clase no es una cuestión de origen social. Quien nace en la clase obrera puede convertirse en capitalista y viceversa. El origen social común es importante para el pensamiento y la cohesión de una clase, pero no determina su composición. Se trata de la posición que ocupan realmente los individuos en la sociedad, es decir, sus relaciones con los demás y con la sociedad en su conjunto. Para el marxismo esto significa, en primer lugar, la posición en la estructura de las relaciones económicas que dominan la totalidad de las relaciones sociales. Por este camino llegamos a la definición de la clase dominante, que comprende a aquellas personas que, individualmente o en combinación, ejercen el control sobre los medios de producción.
Se trata de una definición general que no es objetable en lo que a ella respecta, pero es importante darse cuenta de que no llega muy lejos y que su aplicación acrítica puede ser engañosa. Si bien es cierto que la clase dominante está formada por quienes controlan los medios de producción, lo inverso no es necesariamente cierto. El control sobre los medios de producción no es en modo alguno sinónimo de explotación de una parte de la sociedad por otra. Si no existe la relación de explotación, el concepto de clase dominante es inaplicable; se dice que la sociedad no tiene clases. El ejemplo más claro de una sociedad sin clases lo proporciona lo que Marx llamó «producción simple de mercancías», en la que cada productor posee y trabaja con sus propios medios de producción. Además, debido a su naturaleza de definición general que se aplica por igual a todas las sociedades de clases, la definición en cuestión no proporciona ninguna pista sobre las diferencias entre ellas y, por lo tanto, ningún criterio para distinguir una clase dominante de otra. Para plantear el problema de manera cruda, supongamos que un nuevo conjunto de individuos adquiere el control sobre los medios de producción. ¿Se trata de una nueva clase dirigente o simplemente de un nuevo personal para la antigua clase dirigente? La definición general no resulta de ninguna ayuda para responder a esta pregunta.
Este ejemplo debería servir para advertirnos de la imposibilidad de tratar el problema de la clase dominante como un problema abstracto de la sociedad en general. Para que el concepto sea un instrumento útil de análisis social, es necesario ser históricamente específico. Esto significa que, en el caso de cada clase dominante en particular, debemos especificar cuidadosamente el carácter de las relaciones sociales en las que ocupa la posición dominante y la forma de control que ejerce sobre los medios de producción. Son estos factores, y sólo estos factores, los que determinan los motivos y objetivos de la clase dominante. De esta manera podemos distinguir entre las clases dominantes; tendremos, en resumen, un método para separar las verdaderas revoluciones sociales (cambios en el dominio de clase) de las meras sustituciones, más o menos completas según sea el caso, de caras nuevas por viejas.
Apliquemos ahora estas consideraciones al caso del capitalismo. Aquí tenemos dos clases básicas, aparte de los grupos intermedios y los restos de formas sociales anteriores, a saber, los capitalistas que poseen los medios de producción y la clase de los trabajadores asalariados libres que no poseen nada más que su propia capacidad de trabajo. No se puede exagerar la importancia de la forma de control ejercida sobre los medios de producción. Esta forma es la propiedad del capital, de la que, por supuesto, el capitalismo deriva su nombre; la explotación toma, en consecuencia, la forma de producción de plusvalía. El «capital» no es simplemente otro nombre para los medios de producción; son los medios de producción reducidos a un fondo de valor cualitativamente homogéneo y cuantitativamente medible. El interés del capitalista no son los medios de producción como tales, sino el capital, y esto significa necesariamente el capital considerado como una cantidad, ya que el capital sólo tiene una dimensión, la dimensión de la magnitud.
Ya hemos visto en capítulos anteriores que la preocupación del capitalista por la cantidad de capital tiene como consecuencia que la expansión del capital se convierta en su objetivo principal y dominante. Su estatus social se decide, y sólo puede decidirse, por la cantidad de capital bajo su control; además, incluso si el capitalista como individuo se contentara con «mantener su capital intacto», sin aumento, podría perseguir racionalmente este fin sólo esforzándose por expandirse. El capital tiende «naturalmente» a contraerse -las fuerzas de la competencia y el cambio tecnológico actúan enteramente en esta dirección- y esta tendencia sólo puede ser derrotada mediante un esfuerzo continuo por expandirse. Fundamentalmente, la plusvalía es un incremento del capital; el hecho de que el capitalista consuma una parte de su ingreso es un fenómeno secundario.
El objetivo de la expansión del capital no es, pues, algo que los capitalistas puedan tomar o dejar a su antojo; deben perseguirlo so pena de ser eliminados de la clase dominante. Esto es válido tanto para los propietarios reales del capital como para quienes, aunque no sean propietarios sustanciales, entran en la «gestión» del capital, como ocurre con frecuencia en las grandes corporaciones modernas. Ninguno de ellos es, en ningún sentido, un agente libre. La clase dominante bajo el capitalismo está formada por los funcionarios del capital, aquellos cuyos motivos y objetivos les vienen prescritos por la forma histórica específica de su control sobre los medios de producción. Esto fue lo que llevó a Marx a observar, en el Prefacio a la primera edición de El Capital: «Mi punto de vista, desde el cual se considera la evolución de la formación económica de la sociedad como un proceso de historia natural, puede menos que cualquier otro hacer responsable al individuo de las relaciones de las que socialmente sigue siendo criatura, por mucho que subjetivamente se eleve por encima de ellas».
Este análisis nos ayuda a resolver el problema de la clase dominante bajo el fascismo. Como hemos visto, las formas del capitalismo se conservan: los medios de producción conservan la forma de capital; la explotación sigue adoptando la forma de producción de plusvalía. En consecuencia, la clase dominante sigue siendo la clase capitalista. Su personal, sin embargo, ha cambiado un poco. Por ejemplo, los capitalistas judíos pueden ser expropiados y muchos líderes fascistas utilizan su poder político para adquirir posiciones importantes en la industria. Pero estos nuevos miembros de la clase dominante no traen consigo un nuevo conjunto de motivos y objetivos que estén en desacuerdo con la perspectiva de los capitalistas en ejercicio. Por el contrario, pronto adoptan como propios los motivos y objetivos que inevitablemente se desprenden de la posición que ocupan en la sociedad. Ahora son responsables ante el capital; como todos los demás en esa posición, deben esforzarse por preservarla y expandirla. Pero, como ocurre con todos los advenedizos, ponen en su tarea mayor energía y menos escrúpulos que aquellos que, por formación y tradición, están acostumbrados a cumplir las obligaciones impuestas a los funcionarios del capital.
La infusión de sangre nueva en las filas de la clase capitalista es, pues, una consecuencia muy importante de la victoria del fascismo. Otra, no menos importante, es la creciente absorción de los órganos del capital monopolista en el aparato estatal. Las cámaras de comercio, las asociaciones de empleadores, los cárteles y otros organismos similares se hacen obligatorios y están directamente revestidos de la autoridad del Estado; sus actividades, a su vez, se coordinan a través de una serie jerárquica de juntas y comités, que conducen a los ministerios gubernamentales en la cima. En cada etapa, los funcionarios y expertos son seleccionados principalmente del personal experimentado de la industria y las finanzas, a los que se añaden, sin embargo, muchos que han llegado a la prominencia a través de su actividad política en el movimiento fascista. Las tendencias inherentes al capitalismo en su fase imperialista alcanzan aquí su clímax. La expansión de las funciones económicas del Estado y la centralización del capital se encuentran en lo que podría describirse como un matrimonio formal entre el Estado y el capital monopolista. Los canales separados a través de los cuales la clase dominante ejerce el poder económico y político en una democracia parlamentaria se fusionan en uno solo bajo el fascismo.
Es importante no malinterpretar la naturaleza y el significado de este proceso. En particular, hay que subrayar que lo que ocurre no es la unificación orgánica de todo el capital en un gigantesco trust –lo que Hilferding llamó el «cartel general» 3– en el que el gobierno, por así decirlo, es el consejo de administración. El capital sigue dividido en unidades organizativamente distintas que, en su mayor parte, tienen forma corporativa. Quienes dominan las corporaciones más grandes constituyen la oligarquía gobernante, mientras que quienes están vinculados a unidades más pequeñas de capital ocupan una posición inferior en la jerarquía económica y social. Además, dentro de la propia oligarquía gobernante, la posición del individuo es aproximadamente proporcional a la magnitud del capital que representa, del mismo modo que, por ejemplo, en la sociedad feudal los señores que poseen los mayores dominios superan en rango a sus rivales menores. Por esta razón, el impulso a la autoexpansión sigue siendo tan fuerte como siempre en los distintos segmentos del capital. Hay cuatro métodos de expansión abiertos a las unidades más grandes del capital monopolista: acumulación interna, absorción de capitales más pequeños, expansión en el extranjero y expansión a expensas de los demás. El último de estos principios, si se lleva al extremo, puede debilitar seriamente el capital monopolista en su conjunto y, por lo tanto, la oligarquía gobernante debe mantenerlo bajo un control bastante estricto; pero no se aplica la misma objeción a los tres primeros. En consecuencia, las grandes corporaciones y consorcios reinvierten sus ganancias, compiten entre sí para absorber a los pequeños capitales y utilizan al Estado de diversas maneras para ampliar su «espacio vital» a expensas de las naciones extranjeras. Cada una de ellas espera, mediante la hábil explotación de sus oportunidades, aumentar su importancia y poder relativos sin, por ello, involucrarse en una lucha costosa y posiblemente hasta suicida con sus rivales. La necesidad imperiosa de una política unificada contra las masas en el país y contra el mundo exterior no impide, por lo tanto, que los capitalistas monopolistas lleven a cabo una campaña continua, aunque en gran medida inadvertida, de expansión y ascenso dentro del marco de la economía fascista.
En un momento dado, pensé que el fascismo podía describirse adecuadamente como «capitalismo de Estado», que yo definía como «una sociedad que es completamente capitalista en su estructura de clases pero en la que hay un alto grado de centralización política del poder económico». 4 La definición en sí, aunque quizá carezca de exactitud, no es una caracterización incorrecta del fascismo, pero una consideración de la forma en que otros escritores, y en particular los marxistas, han utilizado el término «capitalismo de Estado» me ha llevado a la conclusión de que su aplicación al caso del fascismo es más probable que sea confusa que útil. La descripción que hace Bujarin del capitalismo de Estado puede considerarse más o menos típica de la forma en que a menudo se ha entendido el concepto. Partiendo de una sociedad «en la que la clase capitalista está unificada en un solo trust y tenemos que tratar con un sistema económico organizado pero al mismo tiempo antagónico desde el punto de vista de la clase», Bujarin procede de la siguiente manera:
¿Es posible la acumulación en este caso? Naturalmente. El capital constante crece porque el consumo de los capitalistas crece. Siempre surgen nuevas ramas de producción que responden a nuevas necesidades. El consumo de los trabajadores crece, aunque se le imponen límites definidos. A pesar de este «subconsumo» de las masas no se produce ninguna crisis, ya que la demanda de los productos de las distintas ramas de producción, así como la demanda de bienes de consumo , están fijadas de antemano (en lugar de la «anarquía» de la producción, lo que desde el punto de vista del capital es un plan racional). Si se comete un error en los bienes de producción, el excedente se añade a las existencias y se hace la corrección correspondiente en el siguiente período de producción. Si se comete un error en los bienes de consumo de los trabajadores, el excedente puede dividirse entre los trabajadores o destruirse. También en el caso de un error en la producción de bienes de lujo, «la salida» es clara. Por lo tanto, no puede haber ningún tipo de crisis de sobreproducción general. En general, la producción se desarrolla sin problemas. El consumo de los capitalistas proporciona el motivo para la producción y para el plan de producción. Por lo tanto, en este caso no se da un desarrollo especialmente rápido de la producción. 5
Ahora bien, cualesquiera que sean los méritos de este modelo para los fines teóricos restringidos que Bujarin tenía en mente, es evidente que no se ajusta al caso del fascismo ni, por lo demás, arroja luz sobre ninguna tendencia real de la producción capitalista. El fascismo no es una sociedad «en la que la clase capitalista esté unificada en un solo trust» y es rotundamente falso que «el consumo de los capitalistas proporcione el motivo de la producción y del plan de producción». Por el contrario, el capital, y por ende también la clase capitalista, sigue estando dividido en unidades organizativamente distintas; y la acumulación sigue siendo el motivo dominante de la producción bajo el fascismo, como bajo todas las demás formas de sociedad capitalista. En la siguiente sección intentaremos poner de relieve las implicaciones de estos hechos estrechamente relacionados.
5. ¿Puede el fascismo eliminar las contradicciones del capitalismo?
Las contradicciones del capitalismo surgen, como Marx lo expresó, «del hecho de que el capital y su autovalorización aparecen como el punto de partida y el punto final, como el motivo y el fin de la producción; que la producción es meramente producción para el capital , y no al revés, los medios de producción meros medios para un sistema cada vez más expansivo del proceso vital en beneficio de la sociedad de productores». 6 Esta caracterización, como hemos visto, es válida para el fascismo, pero existe esta diferencia: bajo el fascismo el control del sistema económico está centralizado, los conflictos entre las diferentes ramas del capital se suprimen en gran medida en interés del capital en su conjunto, y los grandes riesgos se comparten a través de la instrumentalidad del Estado. Tenemos aquí lo que los economistas nazis han llamado apropiadamente una «economía dirigida» ( gesteuerte Wirtschaft ) en la que el capitalista individual debe subordinarse a una política nacional unificada. Naturalmente, surge la pregunta de si la centralización completa del control económico proporciona en sí misma una base para la eliminación de las contradicciones del capitalismo.
Los que responden afirmativamente a esta pregunta suelen argumentar que la exactitud de su respuesta ya ha sido demostrada en la práctica. La contradicción principal del capitalismo, según esta concepción, consiste en el estancamiento económico, los niveles relativamente bajos de producción y el desempleo masivo. Fue la incapacidad del capitalismo para superar esta situación lo que preparó el terreno para el ascenso al poder del fascismo. Pero una vez en el poder, el fascismo demostró rápidamente su capacidad para eliminar el desempleo y aumentar la producción hasta niveles máximos. En consecuencia, debe concluirse que el fascismo ha logrado liberarse de la contradicción básica del capitalismo. Si bien este argumento puede tener cierta plausibilidad superficial, un examen más atento revela claramente su carácter falaz. En realidad, la contradicción del capitalismo consiste en la incapacidad de utilizar los medios de producción «para un sistema cada vez más amplio del proceso vital en beneficio de la sociedad o de los productores». En determinadas circunstancias, esto se manifiesta en el estancamiento y el desempleo, es decir, en la no utilización de una parte de los medios de producción. En otras circunstancias, sin embargo, se manifiesta en la utilización de los medios de producción con fines de expansión exterior. El estancamiento y el desempleo por una parte, y el militarismo y la guerra por otra, son, por tanto, formas alternativas y en gran medida mutuamente excluyentes de expresión de la contradicción del capitalismo. Cuando se comprende este hecho, la realización del fascismo aparece en su verdadera perspectiva. El fascismo no ha dado ninguna prueba de capacidad para superar el estancamiento y el desempleo mediante el uso de recursos materiales y humanos para la expansión de los valores de uso para las masas populares. Por el contrario, desde el principio ha dedicado todos los recursos a su disposición a la preparación y conducción de una guerra imperialista de reparto. Bajo el fascismo, la ociosidad forzada da paso a la violencia y al derramamiento de sangre. Esto no es una superación de las contradicciones del capitalismo; es más bien una revelación de cuán profundamente arraigadas están realmente.
Supongamos, para llevar el análisis un paso más allá, que una nación fascista emerge de la guerra con su estructura social intacta y con su territorio y sus colonias enormemente expandidos. ¿Cuál sería entonces su probable desarrollo posterior? ¿Sería capaz de crear un orden económico planificado y estable capaz tanto de evitar la depresión interna como de evitar ulteriores agresiones externas? Si fuera legítimo suponer que, en tales circunstancias, el objetivo de la producción se desplazaría de la acumulación de capital a la expansión de los valores de uso, entonces tendríamos que responder afirmativamente a esta pregunta, ya que es imposible cuestionar la posibilidad abstracta de una economía planificada libre de las contradicciones del capitalismo. Sin embargo, no estamos tratando con una posibilidad abstracta sino con una forma concreta de sociedad que puede entenderse sólo en términos de su propia historia y estructura. Desde este punto de vista, no hay el más mínimo motivo para anticipar que el fascismo pudiera o quisiera abandonar la acumulación de capital como objetivo primario de la actividad económica. Por el contrario, hay muchas razones para suponer que el capital monopolista, con toda la ayuda y protección del Estado, se lanzaría inmediatamente a explotar para su propia expansión cualquier nuevo territorio o colonia que pudiera obtenerse como resultado de la guerra.
Sin embargo, es más que probable que el fascismo mantenga una economía altamente centralizada y dirigida por el Estado. Por lo tanto, podemos dar por sentado que no se permitirá bajo ninguna circunstancia la aparición del estancamiento y el desempleo masivo. Pero esto no implica la eliminación de las contradicciones del capitalismo, así como la supresión de un síntoma no implica la cura de una enfermedad. Si, y este parece ser el caso probable, se mantuviera bajo estricto control el consumo de las masas y se permitiera que la acumulación avanzara a un ritmo acelerado, se produciría un período de condiciones de auge que podría durar un período considerable. Sin embargo, con el tiempo, la tendencia al subconsumo comenzaría a hacerse sentir en la aparición de un exceso de capacidad no sólo en las industrias de bienes de consumo sino también en las de bienes de producción. El fascismo tendría que enfrentarse ahora de nuevo al mismo problema que se le planteó cuando alcanzó el poder estatal por primera vez: ¿deberían destinarse los medios de producción a elevar el nivel de vida de las masas o deberían movilizarse una vez más para una nueva guerra de conquista? Sabiendo lo que sabemos del fascismo y recordando que hemos asumido que una aventura de agresión extranjera resultó un éxito, no es difícil imaginar cuál sería la decisión.
No es éste el único camino posible para el desarrollo de la economía. Otra posibilidad es que el Estado fascista considere conveniente permitir que aumenten los niveles de vida en la metrópoli y, en consecuencia, frenar en cierta medida la tasa de acumulación. Sin duda, esta política sería factible durante un tiempo, pero, si se persistiera en ella, implicaría sin duda una caída de la tasa de ganancia. Puesto que hemos descartado las crisis y las depresiones como correctivos de una caída de la rentabilidad, debemos suponer que la oligarquía gobernante consideraría necesario iniciar medidas deliberadas para invertir la tendencia. Esto podría hacerse mediante la reducción de los salarios, un recurso que siempre resulta atractivo para los capitalistas, pero que tiene el desafortunado efecto de avivar la tendencia al subconsumo. El remedio no es una mejora de la enfermedad, pero es más probable que el problema se presente en forma de falta de «espacio vital» nacional y, por lo tanto, resulte directamente en un renovado impulso de conquista extranjera.
Por lo tanto, ni siquiera en las condiciones más favorables hay razón para suponer que el fascismo lograría escapar de las contradicciones económicas del capitalismo. Pero suponer que se den esas «condiciones más favorables» es en realidad una concesión injustificada a quienes creen en la estabilidad del fascismo. Esto explica por qué el análisis precedente se ha formulado cuidadosamente en modo condicional. Recordemos que el análisis partía de la suposición de que el fascismo emergió de una guerra de reparto intacto y con un territorio muy ampliado. En realidad, las naciones fascistas están ahora enfrascadas en una guerra gigantesca que fue precipitada por su propio impulso de expansión y conquista extranjera. No sólo no hay garantía de que salgan victoriosas, sino que ni siquiera hay garantía de que sobrevivan en su forma actual. En otras palabras, el fascismo ya ha demostrado de la manera más clara posible su carácter fundamentalmente autodestructivo. En estas condiciones, especular sobre lo que sucederá con el fascismo una vez que pase la actual crisis mundial puede fácilmente convertirse en lo que Lenin describió una vez, en un contexto similar, como «una ocultación y un embotamiento de las contradicciones más profundas de la etapa más reciente del capitalismo, en lugar de una exposición de su verdadera profundidad». 7
6. ¿Es inevitable el fascismo?
Toda nación capitalista, en el período del imperialismo, lleva en sí las semillas del fascismo. Naturalmente, surge la pregunta de si es inevitable que esas semillas echen raíces y crezcan hasta la madurez. Marx, al escribir El capital , extrajo la mayor parte de su material de la experiencia inglesa, pero tuvo cuidado de advertir a su país natal que no podía esperar escapar a un destino similar: » de te fabula narratur «. Al escribir sobre el fascismo hoy, ¿debemos lanzar una advertencia similar a los pueblos de las naciones capitalistas no fascistas?
Si nuestro análisis es correcto, parecería deducirse que el fascismo no es una etapa inevitable del desarrollo capitalista. El fascismo surge sólo de una situación en la que la estructura del capitalismo ha sido gravemente dañada pero no derribada. El equilibrio de clase aproximado que sigue a la vez intensifica las dificultades subyacentes de la producción capitalista y debilita el poder estatal. En estas condiciones, el movimiento fascista crece hasta alcanzar proporciones formidables y cuando estalla una nueva crisis económica, como es inevitable, la clase capitalista abraza el fascismo como la única salida a sus problemas, que de otro modo serían insolubles. Hasta donde la historia nos permite juzgar -y en cuestiones de este tipo no hay otra guía- una guerra prolongada y «fallida» es el único fenómeno social lo suficientemente catastrófico en sus efectos como para poner en marcha esta particular cadena de acontecimientos. Sin duda, no es inconcebible que una crisis económica pueda ser tan profunda y prolongada como para tener sustancialmente los mismos resultados. Pero esto parece poco probable a menos que la estructura del gobierno capitalista ya haya sido seriamente socavada; porque un estado capitalista que conserva una relativa libertad de acción y dispone de fuertes fuerzas armadas es muy capaz de iniciar medidas, internas o externas o ambas, que controlarán eficazmente una depresión económica antes de que alcance proporciones peligrosas.
Para sostener la inevitabilidad del fascismo parece necesario demostrar dos cosas: 1) que toda nación capitalista debe sufrir en algún momento un daño grave en su estructura social a causa de la guerra, y 2) que las relaciones capitalistas de producción deben sobrevivir, aunque en una forma muy debilitada. Es evidente que ninguna de estas afirmaciones resiste el examen. Basta con citar a la Unión Soviética y a los Estados Unidos para demostrarlo. Rusia quedó postrada como resultado de la última guerra, pero las relaciones capitalistas de producción no sobrevivieron a la debacle; una nueva sociedad socialista surgió sobre las ruinas del capitalismo. Los Estados Unidos, por otra parte, emergieron de la última guerra más fuertes que nunca y, hasta donde se puede juzgar ahora, no hay necesidad de suponer que la estructura interna del capitalismo sufrirá daños irreparables como resultado de la guerra actual. Es cierto que, si tuviéramos que prever una sucesión interminable de guerras en el futuro, es casi seguro que algún día las cosas resultarían de otra manera. Pero la cuestión de si en el futuro habrá más guerras no es una cuestión que afecte a un solo país, sino al carácter de la economía mundial en su conjunto. En este sentido, hoy en día se están produciendo tendencias que pueden cambiar por completo el carácter de las relaciones internacionales y, con ello, el curso del desarrollo de cada nación en particular. En el último capítulo intentaremos esbozar algunas de las consideraciones más importantes que hay que tener en cuenta para formarnos una opinión sobre el futuro probable del capitalismo mundial.
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* La revolución del Reich (1923), especialmente el capítulo 16 («La República Popular»). Bauer no se hacía ilusiones sobre la estabilidad o permanencia de la república popular.
† Véase más arriba, págs. 316 y sig.
‡ Esto no significa negar que el apoyo de la clase media a la discriminación contra las minorías también se basa en razones de ventaja económica inmediata.
§ Gran parte del siguiente análisis está tomado del artículo del autor, “La ilusión de la ‘revolución gerencial’”, Science and Society , invierno de 1942.
¶ Para un estudio admirable del fascismo alemán, véase Franz Neumann, Behemoth , 1942. Las conclusiones de Neumann son sustancialmente idénticas a las alcanzadas en el presente trabajo.
Notas
1. ‘Die Eigengesetzlichkeit der kapitalistischen Entwicklung’, en Kapital und Kapitalismus , Bernhard Harms, ed. (1931), vol. 1, págs. 35-3 6 .
2. El comunismo de izquierdas: una enfermedad infantil , International Publishers ed., pág. 17.
3. Das Finanzkapital , págs. 295 y siguientes.
4. ‘La decadencia del banquero de inversiones’, The Antioch Review , primavera de 1941, pág. 66.
5. Der Imperialismus und die Akkumulation des Kapitals , págs. 80-81.
6. El Capital III, pág. 293.
7. Imperialismo , pág. 84.
Fuente: Monthly Review en inglés. Noviembre 2024
GACETA CRÍTICA, 7 DE NOVIEMBRE DE 2024
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