Patricia Castro 10/10/2024 Catalunya Plural (publica también en Quadern de El País, en Mundo Obrero o Alternativas Económicas, entre otos)
¿Son nuestras condiciones de vida las causantes de la falta de salud física y mental?
En un artículo del Financial Times de 2017, la periodista Sarah O’Connor analizaba el paradigmático caso de la ciudad costera de Blackpool, al noreste de Reino Unido, cerca de las otrora industriales Mánchester y Liverpool, una de las zonas más pobres del país. Blackpool sufría las condiciones estructurales del capitalismo tardío: la masiva desindustrialización había dejado la zona sin unos empleos decentes de los que el sector servicios no podía proveer. Blackpool concentraba, con mucha diferencia, las tasas de obesidad, muerte por alcoholismo y fumadores más altas del país; además, también tenía la tasa más alta de personas demasiado enfermas para trabajar y era la segunda ciudad con la esperanza de vida más baja del Reino Unido. En el artículo se mencionan estas circunstancias de vida como «Síndrome de la vida de mierda», una expresión acuñada por médicos anglosajones para describir unas dolencias causadas por la precariedad sostenida y la desesperación.
Factores como la pobreza, la desintegración de los vínculos comunitarios o familiares, la falta de estabilidad y el desempleo, que afectan en gran mayoría a las personas de clase trabajadora, tienen un impacto muy negativo en la salud física y mental. Por lo tanto, una vida de mierda, con unas claras privaciones materiales, condiciona en gran medida a que las personas que se encuentran en estas circunstancias desarrollen problemas psicológicos y caigan en una espiral negativa en la que unas malas perspectivas vitales generen trauma, y este trauma impida mejorar las malas condiciones de vida, creando un bucle perverso. La sociedad suele categorizar a estas personas como «perdedores», y lo único que saben hacer los sistemas de salud pública es remitirlos a los servicios psicoterapéuticos como psiquiatras y psicólogos para esconder el dolor de millones de personas, confundiéndolos aún más y sin darles soluciones reales. Es importante señalar que el papel de los profesionales de la salud mental es necesario, pero que poco o nada pueden hacer ante males sociales que no paran de crecer con cada ola de recortes, privatizaciones o burbujas inmobiliarias. Estas políticas socialmente injustas dejan a la ciudadanía en estado de shock, con un deterioro de sus condiciones de vida, la desintegración de sus redes de apoyo —muchos se ven obligados a cambiar de barrio o ciudad buscando alquileres o vivienda asequible— y situaciones laborales angustiantes que no permiten en la práctica costearse una vida donde todo sube menos el salario. Por si esto fuera poco, los gobiernos participan del malestar de amplias capas de la población sin aplicar políticas públicas ambiciosas que puedan poner freno a la especulación inmobiliaria, a la precariedad laboral y vital, o a la falta de servicios públicos.
Un 30 por ciento de la sociedad española sufre problemas de salud mental (depresión, ansiedad, etc.), un 62 por ciento se siente bastante estresado, y para paliar este cuadro de malestar generalizado, no deja de crecer el consumo de somníferos, ansiolíticos y antidepresivos. Es hora de plantearnos si vamos a seguir afrontando problemas estructurales con soluciones individuales, que quizás resuelvan la vida a algunos pero que condenan a la gran mayoría a una vida de dolor y pobreza crónicos. Y es cierto que la psicología dota de herramientas para que los individuos reflexionen sobre sus vidas, puedan sanar sus traumas y tomar mejores decisiones, pero sin política, una que conecte a los seres humanos y los haga luchar por algo más que por su propia vida —no que tan solo se limite a la gestión del presente—, no puede existir bienestar social.
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