Gaceta Crítica

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El enemigo mortal de la igualdad. 125 aniversario del nacimiento de Friedrich von Hayek

Ingar Solty 

03/06/2024

De todos los enemigos de la democracia y la libertad, el más inteligente fue probablemente Friedrich August von Hayek (1899-1992). En cualquier caso, fue el más influyente. Las estructuras de la economía mundial actual – la Unión Económica Europea, los bancos centrales, los «frenos a la deuda» y los «acuerdos de libre comercio»- se basan esencialmente en sus ideas y en las de sus alumnos.

Margaret Thatcher sacó una vez de su bolso la obra principal de Hayek «La Constitución de la Libertad» (Die Verfassung der Freiheit,1960) durante una reunión de los conservadores británicos y proclamó: «¡Esto es en lo que creemos!» Incluso después de 50 años de devastación neoliberal, todavía hay creyentes. Uno de ellos es Javier Milei. Cuando el hijo de un empresario fue elegido presidente de Argentina en diciembre, la Sociedad Hayek le concedió la Medalla Hayek. La sociedad, la cual ha sido objeto de críticas por su cercanía a la AfD, justificó su decisión afirmando que la «clara visión de Milei sobre la fuerza de un orden basado en la economía de mercado (…) podría volver a sentar las bases de la libertad, la prosperidad y la paz social». Gerd Habermann, miembro de la junta directiva de la sociedad escribió, con motivo de los 100 primeros días de Milei en el cargo, que «se trataba nada menos que de la abolición del Estado de bienestar igualitario», particularmente «con la ‘motosierra’». Y Milei la utilizó con su decreto de urgencia: Los derechos laborales y de los consumidores fueron arrasados o modificados en aras de la total libertad del capital, además de congelar todos los gastos del Estado con la excepción de los militares. Milei también pretende sumar a todo ello la privatización total de todas las empresas estatales. Para poder aplicar esta política sin problemas, el decreto contiene una «ley de habilitación» que pretende otorgarle poderes cuasi dictatoriales en ámbitos políticos clave. Sin duda, Hayek habría estado plenamente satisfecho con todo esto.

Enemigo de la igualdad

Su primer objetivo en la vida fue mantener alejado sistemáticamente al pueblo, «el gran patán» (Heinrich Heine), de todas las decisiones que afectan a la vida en la economía y la sociedad. El segundo gran objetivo vital de Hayek fue entregar la clase trabajadora al capital «con piel y cabello», es decir, por completo. Él y sus seguidores lo hicieron y lo hacen siempre en nombre de la libertad. Esta gran palabra caracteriza su obra, a la que su alumno Milton Friedman denominó «batalla por la libertad». Sin embargo, lo que siempre quiso decir es la libertad del capital, cuyo reverso es la esclavitud asalariada. Hayek quería la explotación ilimitada. Por ello recibió el Premio Nobel de Economía en 1974, cuando los beneficios se atascaron en la crisis del fordismo.

Hayek odiaba la igualdad. Sólo aceptaba la igualdad ante la ley, lo cual por supuesto es una burla cuando fulanita o menganita se ve obligada a demandar a un grupo oligopólico, automovilístico, farmacéutico u hospitalario. Hayek justificó la, por decirlo de alguna manera, desigualdad natural en el capitalismo con montajes en base a diferencias «genéticas hereditarias». Esto recuerda la suposición de que las fortunas de Elon Musk, Jeff Bezos, los Quandts y los Klattens son el resultado de la capacidad y el rendimiento personales.

En la década de 1930, hubo un intento en EE.UU. de hacer frente a la flagrante desigualdad y hacer que la distribución de la riqueza y los ingresos volviera a ser más igualitaria mediante el fortalecimiento de los derechos sindicales, la introducción y ampliación de impuestos progresivos sobre la riqueza y la renta y la expansión del sector público.

El presidente Franklin D. Roosevelt se enfrentó al fracaso de la política de austeridad liberal de su predecesor, el cual había provocado un aumento masivo del desempleo de hasta el 25%. Entonces, recortó radicalmente todas las rentas anuales superiores a un millón de dólares [con una tasa impositiva de] un 75%, y más tarde incluso del 91%, para luego invertirlos con éxito en programas de empleo público, la expansión de las infraestructuras, la conservación de la naturaleza, el desarrollo de las estructuras del Estado del bienestar y la promoción de la vida cultural. Si hubiera sido por él, el tipo impositivo habría sido del 100%. En 1936, el economista John Maynard Keynes, en su gran obra «La teoría general del empleo, el interés y el dinero», en la que se basaba esencialmente la política económica orientada a la demanda en el capitalismo fordista, había anticipado la «eutanasia del rentista» que vive exclusivamente de las rentas del capital no productivas.

Sin embargo, el paradigma keynesiano fue sustituido por las ideas neoliberales de Hayek durante la crisis del fordismo en la década de 1970. El hecho de que Keynes hubiera ayudado a Hayek a conseguir un puesto en el King’s College de Londres puede considerarse un chiste malo de la historia. En cualquier caso, los rentistas volvían a celebrar una feliz resurrección. Hoy, según la Oficina Federal de Estadística, el 1% de la población alemana vive exclusivamente de las rentas del capital. De esta manera es como se han creado las gigantescas fortunas multimillonarias actuales que contrastan con la pobreza relativa y cada vez más y más absoluta de la población y el desmoronamiento de las infraestructuras públicas. Como ha señalado Thomas Piketty, la desigualdad alcanzó los máximos de 1929 en vísperas de la crisis financiera mundial (2007). No fue una casualidad: el capitalismo de los mercados financieros conduce constantemente a crisis financieras porque la gigantesca masa de capital en busca de inversión produce continuamente nuevas burbujas especulativas, así como crisis sociales cuando la política crea nuevas oportunidades de inversión para el capital mediante la privatización de la vivienda, la sanidad, la educación y las pensiones.

Utopía del pasado

Hayek ya había aprendido a odiar políticas como la de Roosevelt en la «Viena roja» socialdemócrata. En su «Camino de servidumbre» (1944), situaba al presidente estadounidense cerca de Hitler: «Hay que decir la amarga verdad según la cual el destino de Alemania amenaza con repetirse sobre nosotros». Ciertamente, «las circunstancias (…) son diferentes», concedió para prevenir la incredulidad sobre si la extensión del derecho de huelga a los trabajadores estadounidenses era equiparable a la aniquilación institucional y física del movimiento obrero en los campos de concentración nazis y los programas de empleo público para trabajadores de todas las etnias con Auschwitz. Pero, según Hayek, estas diferencias insignificantes no deberían «empañar la visión» de que «nos movemos en la misma dirección».

Hayek vio acertadamente que el radicalismo de mercado estaba a la defensiva en la década de 1940. Aunque las grandes empresas estadounidenses financiaron la distribución masiva de «Camino de servidumbre», la historia mostraba una tendencia hacia una mayor constricción del capitalismo y más planificación. El capitalismo liberal había conducido a la Gran Depresión y esta al fascismo y la guerra mundial. Sólo la Unión Soviética había superado bien la crisis y, aunque había surgido de un país en desarrollo, dependiente y atrasado, ahora estaba en proceso de llevar a cabo la liberación de Europa del fascismo alemán casi en solitario. En Estados Unidos, Roosevelt aplicó con éxito una política de izquierdas.

Después de la guerra, el socialismo se extendió a Europa del Este, mientras que en Gran Bretaña llegaba al poder un gobierno laborista muy de izquierdas, los comunistas ganaban fuerza en Francia e Italia y millones de personas de todas las zonas de ocupación de Alemania afluían también a las organizaciones del movimiento obrero inmediatamente después de 1945.

Incluso la CDU reconoció en su «Programa de Ahlen» que el «sistema económico capitalista no había hecho justicia a los (…) intereses vitales del pueblo alemán», por lo que era necesario un «orden económico [apoyado en lo] público».

Hayek observó la «Gran Transformación» que tuvo lugar después de 1870. Su reflejo ideológico fue el desplazamiento que notó de la hegemonía del pensamiento del mundo anglosajón al germanoparlante: de John Locke y Adam Smith a Karl Marx y Max Weber. El objetivo de Hayek era una nueva «Gran Transformación». Su utopía estaba en el pasado. El «capitalismo de Manchester», con trabajo infantil y jornadas laborales de dieciséis horas era su «paraíso perdido». Su obra es una declaración de guerra al socialismo, cuyo comienzo, para él, reside en el liberalismo social, el cual, por miedo al movimiento obrero, había intentado mitigar al menos los excesos más flagrantes del capitalismo con medidas como la inspección de fábricas y la jornada laboral normal. A los ojos de Hayek, se trataba de un «deslizamiento» hacia el socialismo.

Libertad negativa

A pesar de toda nostalgia, Hayek también veía la necesidad de modernizar el liberalismo clásico. Quería volver a una «economía libre», como él la llamaba, a través de un sistema político en el que, según su biógrafo Bruce Caldwell, «cualquier legislación que tuviera como objetivo (…) la redistribución de la renta sería prohibida». Se enfrentaba a un problema fundamental: ¿cómo impedir que las masas utilizaran el sufragio universal que habían ganado para volver a obtener, al menos, una parte de la plusvalía sustraída por el capital o incluso para abolir la propiedad privada capitalista de los medios de producción en la que se basa el dominio del capital?

Hayek utilizó para ello un juego de manos. Negó la existencia de clases y concibió un individuo abstracto cuya libertad -exclusivamente negativa- se basa en no estar tutelado por el Estado, para luego definir toda política fiscal como acoso y privación de libertad. Este concepto negativo de la libertad sigue calando en algunos hoy en día. Es un discurso hacia el adulto que sigue siendo un niño. Al mismo tiempo, este infantilismo se acopla a la alienación de los aislados en la competencia capitalista y los convierte en la actitud darwinista social del «sálvese quien pueda» (every man for himself).

En «La Constitución de la Libertad», Hayek propagaba el «imperio de la ley». A diferencia de Marx, no ve ningún capital nacido «chorreando sangre y suciedad de la cabeza a los pies por todos los poros», y tampoco ve ningún capitalismo en un proceso general de fases de relaciones de producción surgidas y transformadas de manera revolucionaria – el cual, como sociedad de transición, crea las condiciones para una sociedad socialista desarrollada -, sino sólo una economía de mercado en crecimiento natural.

Según Hayek, la civilización (de mercado) surgió de «hábitos inconscientes» que se transformaron en «enunciados explícitos y formulados en detalle» y, por tanto, se hicieron cada vez más «abstractos y generales». Refiriéndose a la tesis de Smith de la «mano invisible», escribió que «los esfuerzos espontáneos e incontrolados de los individuos son capaces de establecer un orden complejo de actividades económicas». Una constitución debería limitar al Estado a supervisar las reglas del mercado y proteger la propiedad privada capitalista. La democracia y las decisiones por mayoría son intrínsecamente perturbadoras en este sistema. Como el mercado tiende a un equilibrio estable, a la asignación óptima de los recursos y a la autorregulación de la economía, no hay ningún fallo del mercado, sino que el Estado es la causa de cualquier problema.

Frente al contraargumento por el cual la utopía de los neoliberales se vio refutada por la distopía del capitalismo manchesteriano, Hayek respondió con el argumento de que la miseria de los trabajadores en el siglo XIX no era consecuencia de las políticas económicas liberales. Más bien, el aumento de la «prosperidad de las naciones» a través del mercado sólo había aumentado los derechos y había llevado a descubrir «manchas muy oscuras en la sociedad». En realidad, no había «ninguna clase que no se beneficiara sustancialmente del progreso general».

Hayek explica la contradicción por la que históricamente surgiera un fuerte movimiento obrero como reacción a las imposiciones del capitalismo liberal por el hecho de que la implantación del «libre mercado» no fuera radical y se produjera con un progreso demasiado «lento».

Su argumentación es fundamentalmente antidemocrática. En el fondo, Hayek ve a las sociedades como niños desagradecidos que exigen más y más. Según él, había «exigencias sin límites» que «parecían justificadas por la mejora ya lograda de la situación material», razón por la cual, «en torno al cambio de siglo, se produjo un alejamiento creciente del liberalismo». Los intelectuales que sedujeron a los trabajadores también fueron culpables de socialismo: el «comunismo», que tiene sus raíces en el cristianismo y en todas las religiones del mundo y ha dejado su huella en la historia de la humanidad, es en realidad un alejamiento «de las tradiciones que crearon el avanzado orden que hizo posible la civilización», escribe Hayek en «The Fatal Conceit» (1988). El socialismo es «un sistema moral creado conceptualmente (…) cuyo atractivo reside en el hecho de que los resultados que promete son instintivamente deseables».

Las reglas que debe vigilar la «Constitución de la Libertad» sólo deben ser «abstractas, generales e impersonales». Según Hayek, el «imperio de la ley» es fundamentalmente incompatible con las políticas de redistribución en favor de la «justicia social». En «Camino de Servidumbre», las políticas fiscales y de regulación aparecen ya como despotismo, el Estado del bienestar como totalitarismo. En esto se basa también el intento histórico contrafáctico de Hayek de presentar al fascismo y al comunismo no como enemigos mortales mutuos, sino como hermanos de una misma familia de «colectivismo».

Neutralización de todo lo democrático

Por supuesto, el capitalismo real seguía siendo el talón de Aquiles de Hayek.  La desigualdad que tuvo que justificar no era, naturalmente, tan solo el resultado del rendimiento. Concedió las «contingencias del entorno». Traducido, esto significa que cualquiera que herede millones siendo niño y «los haga trabajar para él» no tiene por qué ser necesariamente un Einstein. Pero «el talento natural y las capacidades innatas» también son «ventajas injustas». La «necesidad de eliminar los efectos del azar, lo cual reside en la raíz de la exigencia de ‘justicia social’», «sólo puede satisfacerse eliminando todas las posibilidades que no están sujetas a un control consciente». Pero el desarrollo de la civilización» se «basa en que los individuos aprovechen al máximo el azar».

La preservación del «orden» (del capitalismo) y de sus «reglas» (de mercado) era sacrosanta para Hayek. Da igual lo que quiera el «demos». Por el contrario, los esfuerzos del pueblo por determinar su propio destino le parecían una tiranía. Hayek y sus alumnos como Friedman y James Buchanan -dicho rápido, los pioneros del neoliberalismo- se enfrentaron al mismo problema que Carl Schmitt y el fascismo: el hecho de que observaran una conexión histórica entre el establecimiento de la democracia de masas, por un lado, y la superación del liberalismo económico por otro, conducía a que en su pensamiento seguía influyendo el legado antidemocrático del liberalismo clásico. Así pues, la verdadera historia del neoliberalismo está estrechamente vinculada al autoritarismo.

El neoliberalismo y el fascismo son formas de pensamiento burgués en reacción a la democracia de masas y el socialismo. Ambos se enfrentan a la pregunta: en condiciones de sufragio universal, ¿cómo evitar que a las masas se les ocurra de repente la idea de reorganizar la propiedad privada capitalista de tal manera que la economía esté al servicio del pueblo y no al revés?

Pero mientras pensadores fascistas como Schmitt trataban de abolir el sufragio universal en favor de una dictadura (presidencial), Hayek, quien escribía para la burguesía angloamericana de la coalición antihitleriana, sabía demasiado bien que esta batalla estaba perdida. Por tanto, se concentró en la neutralización de lo democrático. Hayek es el jefe teórico de la «posdemocracia» (Colin Crouch). Su trabajo teórico se reduce a la búsqueda de los medios para preservar el sufragio universal – no deseado, aunque sin otra alternativa – pero para mantener a raya sus posibles impactos sobre la dictadura del capital sin establecer una dictadura política permanente. Por ello se centró en restringir fundamentalmente las posibilidades de actuación de los gobiernos electos. Había que sustraerles sistemáticamente la soberanía sobre la política financiera y económica. Al mismo tiempo, seguía estando abierto a la dictadura para ganar la guerra contra la democracia, las masas y el Estado del bienestar.

Debilitar los poderes del Estado

En su búsqueda, Hayek encontró lo que buscaba en la tradición teórica liberal – Charles de Montesquieu, Benjamin Constant y Locke – y en la historia de Estados Unidos. En la Constitución estadounidense de 1776 encontró la solución definitiva al problema de la capacidad de la burguesía para determinar la política estatal incluso como minoría social. Como han señalado los historiadores estadounidenses Charles Beard y Terry Bouton, la Constitución estadounidense se creó con el mismo espíritu, como producto de la contrarrevolución contra el «momento democrático» de la guerra revolucionaria anticolonial de la época, que hizo ineludible el sufragio universal.

Hayek y sus discípulos utilizaron dos mecanismos para consolidar el desarrollo de la sociedad impulsado por el mercado: en primer lugar, mediante la constitucionalización con constituciones (económicas) jurídicamente vinculantes y, en segundo lugar, mediante el debilitamiento sistemático de las competencias de política económica y financiera del Estado nacional a través de una política de federalización. Tanto la centralización como la descentralización desempeñan, por lo tanto, un papel: por un lado, la centralización del poder de decisión en organismos antidemocráticos como los bancos centrales, declarados «independientes», es decir, instancias no controladas democráticamente, y en tratados internacionales con rango constitucional jurídicamente vinculantes para los estados, y por otro, la descentralización en favor de aparatos estatales locales con escasos recursos de poder fiscal y competencias de control.

La «internacionalización del Estado» (Robert W. Cox) se convirtió en la herramienta esencial del «nuevo constitucionalismo» (Stephen Gill) basado en Hayek, es decir, la restricción de las competencias de los Estados nacionales mediante constituciones jurídicamente vinculantes (capitalismo mundial) como el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y la Organización Mundial del Comercio (OMC), los acuerdos de protección de las inversiones, la constitución económica de la UE con sus criterios de convergencia neoliberales, los frenos a la deuda, etc.- y organismos que escapan a la influencia de los parlamentos nacionales como el G7 o la Comisión Europea. Hayek proporcionó así las ideas para los fundamentos esenciales de un sistema de mercado sin alternativa, con reglas que los gobiernos sólo deberían cuestionar bajo pena de su propia desaparición.

Además de esta desdemocratización, Hayek también desarrolló el otro medio de completar la dictadura del capital: la federalización. Partiendo del supuesto de que «la creación de un Estado mundial es probablemente un peligro mayor para el futuro de la civilización que la guerra», Hayek, y en su estela Buchanan, persiguieron la descentralización sistemática de las funciones gubernamentales, una «economía política de federalismo abierto» (Adam Harmes) y la «competencia entre gobiernos locales». Hayek escribe: «Mientras que el aumento de los poderes del gobierno siempre fue característica de aquellos que apoyan la máxima concentración de estos poderes, quienes están principalmente interesados en la libertad individual se han pronunciado generalmente a favor de la descentralización». Hayek reconoció el potencial de disciplina presupuestaria de los gobiernos locales en política fiscal cuando compiten entre sí por el capital y sus inversiones directas.

El mismo principio de descentralización también resultó útil para desecar el odiado Estado del bienestar, ya que los municipios suelen pasar por encima de la presión social en favor de mejores escuelas, por ejemplo, alegando que tienen las manos atadas fiscalmente. Durante la crisis financiera mundial, los distintos estados de EE.UU. se vieron obligados a elegir entre aumentar los impuestos o aplicar recortes sociales debido a los frenos de la deuda regional. Así pues, los recortes de los servicios sociales están estructuralmente integrados en las constituciones.

Teorizar la dictadura del capital en un sistema de sufragio universal y hacer oír su voz a la burguesía durante la crisis del fordismo en los años 70 es el mérito histórico de Hayek como el propagandista más poderoso de la libertad de unos pocos a costa de la libertad de muchos.

La hostilidad elitista a la democracia

Hoy el liberalismo reclama para sí el concepto de libertad. Hayek seguía siendo consciente de su naturaleza controvertida. «No cabe duda de que la promesa de una mayor libertad se ha convertido en una de las armas más eficaces de la propaganda socialista». De hecho, la libertad surge primero a través del socialismo: como libertad frente a la explotación y el tiempo no libre, que es el requisito previo para una vida autodeterminada para todos aquellos que tienen que vivir del trabajo de sus manos.

La hostilidad elitista de Hayek hacia la democracia aborda la idea por la cual el radicalismo de mercado no puede redundar en interés de la mayoría de la clase trabajadora asalariada. Aunque él no extrajo la conclusión del fascismo – que Ludwig von Mises aún había acogido en 1927 como la «salvación de la civilización europea» -, asumió sin embargo que la contrarrevolución contra el Estado del bienestar probablemente tendría que realizarse de manera dictatorial porque, según su teoría y la de Buchanan de la «sobrecarga» (Overload), las masas nunca votarían contra el Estado del bienestar. Por ello, Hayek pidió en los años 70 que se privara del derecho al voto a los «receptores netos de transferencias», es decir, a todos los empleados del sector público, a todos los jubilados y a todos los trabajadores en paro.

Por eso los neoliberales también apoyaron directamente el golpe de Estado contra el socialismo democrático en Chile en 1973 y la dictadura militar de Augusto Pinochet. Para Naomi Klein, Chile fue por consiguiente también la esencia de la contrarrevolución neoliberal, el crimen original, por así decirlo. Cuando llegó, Thatcher – cuyo «populismo autoritario» combinó el desmantelamiento del Estado del bienestar con llamamientos nacionalistas y guerra – demostró seis años más tarde que el neoliberalismo era posible incluso manteniendo el sufragio universal. Pero todavía en 1981, Hayek declaró que siempre preferiría una dictadura económica de mercado a una democracia de Estado social. Según Hayek, la «competencia de mercado» es «en última instancia siempre un proceso en el que un pequeño grupo de personas obliga a un grupo mayor a hacer cosas que no quieren hacer», ya sea trabajar más duro, cambiar de hábitos o aplicar a su trabajo un nivel de atención, esfuerzo continuado o regularidad que no sería necesario sin competencia. Hayek «duda de que alguna vez se haya creado un mercado que funcione bajo una democracia sin trabas».

Ingar Solty 

es escritor y periodista alemán y consultor de política de paz y seguridad en el Instituto de Análisis Social de la Fundación Rosa Luxemburg

GACETA CRÍTICA, 3 DE JUNIO DE 2024

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