Gaceta Crítica

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Pasión por prohibir

En los países occidentales, siempre dispuestos a pregonar su amor por la democracia y el debate, desde el pasado octubre se han multiplicado las medidas que recortan el derecho a la libertad de expresión de los partidarios de la causa palestina. Algunos defensores de las libertades públicas guardan silencio, aceptando la censura de opiniones que ellos desaprueban.

por Pierre Rimbert y Serge Halimi, junio de 2024JPEG - 518.6 KBNIGEL HENDERSON. – Écran (‘Pantalla’), 1960

En enero de 2015, en vísperas de las enormes manifestaciones de solidaridad tras el asesinato de parte de la redacción de Charlie Hebdo, el dibujante Luz se preguntaba: “Dentro de un año, ¿qué quedará de este gran impulso más bien progresista en materia de libertad de expresión?” (1). Diez años después sabemos la respuesta: la prohibición de manifestaciones, la cancelación de conferencias públicas, la desprogramación de artistas e intelectuales, las sanciones contra humoristas, la proscripción de eslóganes coreados durante décadas y la suspensión de subvenciones públicas a universidades consideradas demasiado indulgentes con los estudiantes que expresan su solidaridad con Palestina han dominado la actualidad política desde el 7 de octubre. A eso hay que añadirle la intimidación judicial. El pasado abril, la policía francesa citó a varias figuras políticas de la oposición en el marco de una investigación por “apología del terrorismo” y un dirigente sindical fue condenado a un año de prisión en suspenso por el mismo motivo. Bernard-Henri Lévy, en cambio, se pasea de plató en plató justificando el aplastamiento de Gaza e incluso exigiendo la invasión de Rafah sin que se le acuse de hacer apología de crímenes de guerra, algo punible con hasta cinco años de prisión y 45.000 euros de multa.

Francia no es la única democracia liberal que pisotea la libertad de expresión que en principio distingue al “mundo libre” de los “populismos ­autoritarios”. Desde que en mayo de 2019 el Bundestag aprobó una resolución que calificaba de antisemita al movimiento Boicot, Desinversión, Sanciones (BDS), y más aún tras los atentados del 7 de octubre, el Gobierno alemán trata de amordazar las manifestaciones de solidaridad con la causa palestina (2); por su parte, el ­tabloide Bild ha publicado (10 de mayo) una lista de “delincuentes académicos” bajo este epígrafe: “Estos docentes firmaron una carta de apoyo a las manifestaciones de odio contra los judíos”. En Estados Unidos, con el pretexto de combatir el antisemitismo en los campus, la Cámara de Representantes amplió el pasado mes de mayo la definición del término. Ciertas formas de criticar a Israel incurrirían en un delito de opinión: oponerse al “sionismo”, calificar dicho Estado de “racista” y llamar a una “Intifada” (‘levantamiento’) serán en adelante merecedores de sanción. Eric Adams, alcalde demócrata de Nueva York, envió 300 policías fuertemente armados a que desalojaran de la Universidad de Columbia a pacíficos estudiantes propalestinos. “Este movimiento busca radicalizar a la juventud y no voy a dejarles hacer su voluntad sin reaccionar”, se justificó (3). Sin embargo, en un régimen democrático “radicalizar” a jóvenes no constituye un delito que requiera la reacción de las autoridades municipales.

En tiempo de paz, una palabra permite a los liberales justificar sus derivas autoritarias: terrorismo. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, los ataques yihadistas de los años 2015-2016 en Francia contra Charlie Hebdo, el HyperCasher, la sala Bataclan, de Niza, etc., los dirigentes occidentales desarrollaron su arsenal legislativo, restringiendo los derechos fundamentales en aras de la seguridad, primero de forma excepcional, luego de forma permanente (4). ­Secundados por los medios de comunicación, también animaron a la población a adoptar el código de pensamiento de la extrema derecha, que asimila la amenaza, muy real, del islamismo radical con la amenaza imaginaria que supondrían para las sociedades occidentales las luchas que movilizan a los creyentes musulmanes. De ese modo, presentar el conflicto colonial palestino-israelí como un enfrentamiento entre la democracia y el terrorismo de Hamás es ahora pan comido. Con el peligro de que el código penal permita prohibir corear “Israel asesino”, incluso cuando el ejército de dicho país es culpable de crímenes contra la humanidad.

La pasión por amordazar a los propios contradictores rebasa con mucho las fronteras de Gaza. La invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 llevó a los aliados de Kiev a prohibir que los atletas rusos participasen en los Juegos Olímpicos de París, a privar de conciertos a aquellos músicos que no denunciasen públicamente al presidente ruso y a prohibir en Europa los medios de comunicación RT y Sputnik en aras de la lucha contra las fake news. La población europea, una masa crédula a ojos de sus dirigentes, debe ser protegida de una propaganda opuesta a la de Occidente. Practicada en nombre del bien, la censura les parece tan obvia a los periodistas que Le Monde, en un editorial (7 de mayo de 2024) crítico con la prohibición de la cadena Al Jazeera en Israel por considerar, con razón, que “tales prácticas suelen ser propias de regímenes autoritarios que no toleran voces diferentes a la suya”, no concibe que la frase también se aplica a la prohibición de los medios de comunicación rusos en Europa, algo que en su día celebró… La prohibición gubernamental, el 14 de mayo, de TikTok en Nueva Caledonia, sin precedentes en la Unión Europea, también tiene muy poco que ver con “la libre comunicación de pensamientos y opiniones”.

Arma de doble filo

Antes incluso de la guerra en Ucrania y en Gaza, la inesperada victoria de Donald Trump en 2016 ya alentó a parte de las élites políticas occidentales a presentar a sus adversarios como enemigos internos o agentes a sueldo de Moscú, como en los tiempos del macartismo. Tras sospecharse (erróneamente) que Trump había ganado gracias al concurso del presidente ruso, aquello se convirtió en costumbre: los “chalecos amarillos” en 2018, los detractores de la vacunación en 2021, ­Jean-Luc Mélenchon en 2022, los manifestantes contra la reforma de las pensiones en 2023, los agricultores encolerizados el año siguiente y hasta la psicosis de las chinches se han atribuido a los tejemanejes de Moscú. Durante un debate sobre Ucrania, el primer ministro Gabriel Attal llegó a decir: “Hay motivos para preguntarse si las tropas de Vladímir Putin no están ya en nuestro país. Me refiero a usted y sus tropas, señora Le Pen”. En ese mismo momento, pero en Estados Unidos, la expresidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi afirmaba que parte de los estudiantes movilizados en apoyo a Palestina te­nían “vínculos con Rusia” y le exigía al FBI investigar el asunto.

La posible existencia de una “quinta columna” estadounidense o de agentes franceses al servicio de Tel Aviv no parece, sin embargo, molestar a los responsables políticos europeos. El diputado de ­derecha Meyer Habib, que contempló ser ministro de Netanyahu, actúa como un influencer a menudo grosero al servicio del Ejército de Israel. Desde el 7 de octubre, el ayuntamiento de Aix-en-Provence hace ondear la bandera israelí sin mostrar similar deferencia por las víctimas civiles palestinas. En 1969, tras decretar un embargo sobre los envíos de armas francesas a Tel Aviv, el presidente Charles de Gaulle reaccionó del siguiente modo ante los duros ­comentarios de los medios de comunicación: “Es notable, y así se ha advertido, que la influencia israelí se hace sentir de algún modo en los círculos cercanos a la prensa” (5). Hoy sigue siendo igual de notable, pero se advierte mucho menos.

El perímetro de las libertades públicas se reduce cuando el rechazo de la censura solo moviliza a quienes se quiere silenciar. En Estados Unidos, la lucha legítima contra el racismo, el sexismo y la homofobia se ha acompañado, en particular en las universidades, de la voluntad de imponer una ortodoxia progresista que permita crear un espacio de socialización y enseñanza libre de toda discriminación. Pero las seis páginas de criterios de “diversidad, equidad e inclusión” impuestos a los docentes californianos –“reconocer que las identidades sociales y culturales son diversas, fluidas e interseccionales”, “analizar nuestros prejuicios y esforzarse en corregir los males que han causado”– tienen menos que ver con la libertad que con las proclamaciones de lealtad de la Guerra Fría (6). La derecha consideró inicialmente esas nuevas reglas del juego intolerantes, “wokismo”, etc., pero luego ha entrado en el juego para exigir que las universidades prohíban toda crítica hacia la política israelí que pueda ofender a los estudiantes judíos.

El precedente del confinamiento

¿Por qué las élites cultas, liberales y abiertas que dirigen las democracias toman prestados los métodos de los potentados que detestan? Dos razones explican esa peligrosa deriva. La primera es el descrédito de los gobernantes. “Las instituciones seguras de sí otorgan más libertades a la población cuando saben que se confía en ellas y que no tienen nada que temer”, observa el abogado y periodista Glenn Green­wald. “En cambio, cuando estas mismas instituciones pierden credibilidad, se vuelven más autoritarias y represivas porque tienen miedo” (7). Y descalifican o censuran información y opiniones disonantes colocándoles una etiqueta infamante: fake news, extremismo, discurso del odio, incitación a la violencia, apología del terrorismo.

De ese modo, el Gobierno de Estados Unidos obligó a Facebook y Twitter [actual X] a suspender cuentas de usuarios considerados hostiles a la política gubernamental, incluso cuando el contenido de los mensajes era exacto o promovía un debate legítimo (8). Esta subcontratación de la censura a oligopolios privados prosperó durante la pandemia de covid-19. Hablar en línea sobre el origen del virus estaba prohibido de facto en las plataformas. En octubre de 2020, pocos días antes de las elecciones presidenciales, la mayoría de los grandes medios y las redes sociales impidieron, motu proprio, la difusión de documentos comprometedores hallados en un ordenador personal sustraído a Hunter Biden y publicados por el tabloide conservador New York Post. Basándose en una declaración de 51 antiguos responsables de inteligencia que veían en la primicia una “operación de desinformación rusa”, los responsables editoriales hostiles a Donald Trump censuraron lo que resultó ser información veraz… una vez el padre de Hunter Biden fue elegido presidente.

La censura progresista se considera virtuosa. Sustentada en una base social burguesa e instruida, pretende proteger al país de las sacudidas populistas que un electorado popular menos instruido podría favorecer. De buen grado, asocia las opiniones que desaprueba a la falta de información, inteligencia, mesura y matices. Y sitúa su pedagogía, a menudo directiva, bajo el signo de la Ilus­tración. Esa racionalización del auto­ri­tarismo se generaliza cuando la izquierda semeja más un anfiteatro de expertos que un frente popular.

La pasión por prohibir también se nutre de la falta de resistencia que encuentra. Confinamiento, toques de queda, obligación de llevar mascarilla, incluso en soledad frente al mar, certificado Covid: ningún contrapoder político, judicial o mediático se alzó contra la avalancha de medidas de ­excepción adoptadas durante la pandemia. Al dar vía libre a un furor ­represivo que esta vez consideraba justificado, la izquierda titulada, incluso la libertaria, regaló un inesperado precedente a sus adversarios. Así, a la periodista Ruth Elkrief, que consideraba “imposible” prohibir el uso del velo en la calle, Éric Zemmour pudo replicarle: “No estoy de acuerdo. Encerramos a 60 millones de franceses durante seis meses. Los que salían eran vigilados por la policía durante el confinamiento de la covid. ¿Era eso imposible? ¿Me va a decir que no podemos impedir que algunos miles de mujeres lleven velo? Sí, podemos prohibírselo” (9).

¿Es “imposible” resistirse a esa ansia de prohibiciones, a la ilusión de que la censura hará desaparecer contenidos reprensibles, engañosos o infames? Pocos recuerdan que el 29 de diciembre de 1978 Le Monde publicó, “con su título y notas”, un texto de Robert Faurisson que negaba la existencia de las cámaras de gas. El rotativo, por supuesto, consideró “aberrante” la tesis defendida por este autor. Sin embargo, “para varios de nuestros lectores era indispensable juzgar en base a evidencias”. Historiadores y testigos corrigieron las falsificaciones de Faurisson en la misma edición de Le Monde. En aquel entonces, el diario les reconocía a sus lectores la facultad de pensar. En 2005, un rechazo idéntico a la censura, en ese caso a las leyes conmemorativas relativas al genocidio de los judíos, los armenios y a la esclavitud, reunió a seiscientos firmantes tan diversos como Pierre Vidal-Naquet, Mona Ozouf, Pierre Nora y Marc Ferro. Todos exigían “la derogación de esas disposiciones legislativas indignas de un régimen democrático” que pretendían dictarle al historiador “bajo pena de sanción lo que debe investigar y lo que debe hallar, y [que] le han fijado límites” (10).

“Hay un límite y es que no podemos dejar que las ideas intolerantes pululen libremente”, parecía responderles recientemente [el periodista] Edwy Plenel, preocupado por el auge de los ­extremismos. “Para protegerse, ante opiniones antidemocráticas –explicaba–, una democracia no puede aceptar una libertad de opinión sin trabas” (11). Pero ¿quién fija los límites del discurso democrático? ¿La protección sugerida por Plenel implica extender el código deontológico de Mediapart al resto de la sociedad? A veces es mejor sentirse ofendido que vivir bajo tutela.

En marzo de 2021, tras arremeter contra Trump –“un racista, sexista, homófobo, xenófobo, un mentiroso patológico, un autoritario”–, el senador Bernie Sanders añadió: “No me parece normal que el expresidente de Estados Unidos ya no pueda expresarse en Twitter. Alguien muy diferente podría ser vetado mañana”.

Ese mañana ha llegado.

(1) Entrevista en LesInrocks.com, 10 de enero de 2015.

(2) Véase Sonia Combe, “¿Es posible criticar en Alemania la política de Israel?” y Pierre Rimbert, “En Berlín, la política de lo peor en nombre del bien”Le Monde diplomatique en español, abril y diciembre de 2023.

(3) Citado por The Nation, Nueva York, 3 de mayo de 2024.

(4) Véase Raphaël Kempf, “La ley de los sospechosos”Le Monde diplomatique en español, julio de 2017.

(5) Citado por Alain Gresh, Palestine, un peuple qui ne veut pas mourir, Les Liens qui libèrent, París, 2024.

(6) Cf. “Diversity, Equity and Inclusion Competencies and Criteria, Recommendations”, https://go.boarddocs.com

(7) Tim Hains, “Glenn Greenwald and Russell Brand: They are trying to silence dissent”, www.real­clearpolitics.com, 26 de marzo de 2023.

(8) Cf. los artículos de Matt Taibbi en https://twitterfiles.substack.com, así como Philip Hamburger y Jenin Younes, “The Biden administration’s assault on free speech”, Wall Street Journal, 28 de julio de 2023.

(9) LCI, 30 de septiembre de 2022.

(10) “Liberté pour l’histoire”, Libération, 13 de diciembre de 2005.

(11) BFMTV, 3 de mayo de 2023.

Pierre Rimbert y Serge Halimi

Serge Halimi es Consejero editorial del director de la publicación. Director de Le Monde diplomatique entre 2008 y 2023.

Publicado originalmente en Le Monde Diplomatique. Junio 2024

GACETA CRÍTICA, 2 DE JUNIO DE 2024

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